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murmullos que en un principio apenas se dejaban oir, alzábanse
ya sin rebozo, sobre todo en la puerta del Sol, cuajada de un in­
menso gentío. El pronunciamiento de Ocaña habia dado aliento á
los ánimos que menos bravura sentían, y el último decreto del
rey, hijo evidente déla necesidad,irritólos en vez de calmarlos.
Todo parecía indicar que los constitucionales de Madrid iban
á romper en tumulto, y el gobierno y el rey se asustaron, aun­
que mas de lo que era decente, porque en realidad de verdad
no era sino muy fácil reprimir, caso que llegase á estallar,
una insurrección como aquella. Las turbadas conciencias de
Palacio vieron sin embargo la cosa mas jigantesca de lo que
era en sí, y reducidas á la inacción por efecto del remordimien­
to, centuplicaron con su cobardía el poder de sus adversarios.
Acaso no era cierto el rumor que el dia 7 empezó á correr res­
pecto á la Guardia real, cuya oficialidad se suponia de acuerdo
con los liberales para derrocar al gobierno; pero como quiera
que fuese, la Camarilla presentó al monarca una lista de varios
sugetos, entre los cuales figuraban muchos de los subalternos de
aquella, suponiéndolos á todos en la trama, y añadiendo que
tanto la Guardia como el resto de la guarnición debia pronun­
ciarse aquella noche proclamando la Carta de Cádiz. Aterrado el
rey con tal nueva, no tuvo aliento para cerciorarse de sí era en
efecto fundada, ó si era ardid de sus consejeros para que hacién­
dose monarca constitucional, los librase del miedo que tenían.
En el temblor general de piernas que se habia apoderado de to­
dos, ninguno de ellos sujirió á Fernando la idea de aceptar en
buen hora la Constitución proclamada, pero sujeta á las varia­
ciones que su afianzamiento exijia. Esto era ano dudar lo mejor,
mas precisamente por serlo, á nadie le ocurrió ese espediente. En
lo que sí pensaron algunos ministros y camarilleros, fué en que