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la menle;, enfermedad moral, que hinchando su imaginación
de mil Lestrañas quimeras, habia de acabar con el tiempo por
quitarle la ¿vista intelectual, hablando en sentido político. Él
habia visto caer la Constitución de 1812, sin que una sola
voz se alzase en su defensa, y lomando por aversión á las refor­
mas lo que en la generalidad del Pueblo español no era olra
cosa que efecto obligado de la sorpresa y de la ciega confianza
con que esperaba de su buen rey la enmienda de los abusos, em­
pezó á deducir que la España no se hallaba en el caso de aspi­
rará los goces de la Libertad sino de una manera ilusoria, dán­
dole el alimento vivificador con mas la estudiada economía, y
pasándolo antes la mano del rey por escatimado alambique.
No negaremos que el señor Marlinez tenia razón en creer poco
acomodada la obra de los lejisladores de Cádiz al estado mo­
ral del pais después de recobrado su rey; no le negaremos
tampoco la conveniencia de establecer un mayor equilibrio cu­
ne aquella concepción democrática y las circunstancias de un
Pueblo para quien entonces era condición de existencia tener
á su frente un monarca: pero de esto á pintarse la España como
«na colección de individuos poco menos que salvajes é idio­
tas, la distancia que media es inmensa. Marlinez de la Ros a,
no obstante, comenzó á pensar de este modo: la vista de las ca­
denas habia acostumbrado su alma á escandalizarse algo menos
con la idea de la opresión: ól mismo al mirarse con ellas, dudó
alguna vez por ventura si el calor con que habia sostenido cier­
tos principios, le hacia acreedor á llevarlas.
Mientras la mente del político abandonaba por grados sus
a
'Uiguas teorías de Libertad, trocándolas por otras de Orden
oías irrealizables aun, la imaginación del poeta ofrecia un fe­
nómeno análogo, ganando en artificio y en templanza lo que