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aquella terrible campaña, no sin que alguna vez se deslustrasen
en alguna que otra rola parcial, aunque incapaz, vuelvo á re­
petir, de inspirar desaliento fundado á los defensores del Códi­
go, mientras fuese la facción solamente quien con ellos se atre­
viera á medirse.
Por desgracia no era esto así; y mientras el héroe de Ar­
laban anadia á sus inmarcesibles laureles de la GUERRA DE
U INDEPENDENCIA los no menos gloriosos para él de su cam­
paña por la LIBERTAD , reuníase en Verona el Congreso á que
arriba me he referido, después de haber celebrado en Viena
conferencias preparatorias. Asistieron á él Alejandro, emperador
de todas las Rusias y gefe nato del absolutismo, acompañado
de su canciller conde de Nesselrode, sin contar otro adlátere
suyo de agüero fatal para España, el ex-embajadorTattistcheff,
á quien ya mis lectores conocen; los monarcas de Austria y
Prusia; los reyes de las dos Siciliasy Cerdeña, y otros diver­
sos príncipes de Italia, todos ellos personalmente: en repre­
sentación de la Inglaterra nuestro consabido Wellington; por
la Francia el duque de Montmorency, y, lo que es mas estraño,
Chateaubriand, ese feliz é inmortal ingenio tan acreedor «á la
admiración bajo el punto de vista literario, religioso, filosófico
y moral, como digno de eterno anatema por el inconcebible
fervor con que predicó la cruzada de las armas absolutistas
contra los pueblos emancipados ó que aspiraran á emanciparse:
yen fin, por otras varias potencias, otras diversas notabilidades
nata y flor de la diplomacia , entre las cuales sobresalían el
príncipe de Mellernich que presidia las conferencias, Gentz
que hacia de secretario, el conde Bernstorf, Pozzo-di-Borgo,
y el príncipe de Hardensberg. Rostchild, el judio Rostchild,
ocupaba en aquella Asamblea destinada á salvar la religión y