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ASO 1822 409
es cuando autoriza el instinto de la propia conservación á lle­
nar el suelo de escombros, ensayada en vano la bomba para
ahogar en el edificio incendiado la propagación de la llama.
Esa necesidad entretanto, por muy desesperada que sea, no
da ni jiuede dar el derecho para, á pretesto de evitar las quemas,
impedir el uso del fuego en toda la estension de la palabra.
¿Qué se diria del que, por salvarnos de los descuidos ó con­
tingencias á que la lumbre puede dar lugar, prohibiese la leña
y el carbón, ó no nos permitiese por la noche otra luz que la
de la luna para alumbrarnos en la oscuridad ? ¿Qué del que al
divisar una lámpara, una hacha, una antorcha cualquiera, ca­
lificase al que las encendiese como propagador de malos ejem­
plos , solamente porque hay malvados que pegan fuego á los
edificios con lo mismo que á los hombres de bien les sirve de
esplendor y nada mas?
Las potencias de la Santa Alianza, sobre equivocar mala­
mente la mediación con la intervención , dieron á esta una
inicua latitud que ni aun en la necesidad mas estrema puede
en modo alguno tener. Limitada la tal intervención por su mis­
ma naturaleza al soló caso de la propagada ejercida en un país
dado en perjuicio de los demás, atribuyeron ese carácter á
todos los sistemas de gobierno que no se conformaban con el
suyo, pretestando el ejemplo pernicioso que la existencia de
las Constituciones en los paises representativos daba á las na­
ciones regidas por la sola voluntad de sus déspotas. Mas si la
propaganda del ejemplo pudiera autorizar á estos últimos para
hundir en los demás pueblos toda institución liberal que en
ellos tendiera á arraigarse, ¿ no habría la misma razón para
que estos hiciesen lo mismo con las instituciones de aquellos,
si es que pueden llamarse así los caprichos de la tiranía? Si es