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á la Libertad atañía. Napoleón no podia perdonarnos el crimen
de haberle vencido, y aun menos el de haberle desairado,
respondiendo á su irrisoria Constitución de Bayona con un Có­
digo discutido bajo la lluvia de sus bombas, promulgado á al­
gunas toesas de distancia de sus asombrosas legiones, y empe­
zado á plantear en todas partes á medida que aquellas falanges
liuian al Pirineo, empujadas por las bayonetas españolas y por
las de los ingleses nuestros aliados. Forzado el emperador á
restituirnos el rey cuyo nombre era el grito de guerra, trató
de devolvernos con usura el justo mal que le habíamos hecho,
y el que antes habia atribuido el sublime alzamiento de la Pe­
nínsula á intrigas de la Gran Bretaña, pintó ahora a Fernan­
do la Constitución de 1812 como efecto obligado de los pla­
nes de esa misma nación. No necesitaba el monarca las arte­
rias de un hombre tan prestigioso como el Emperador, para
entrar placentero en la senda del despotismo y la arbitrariedad.
El primer resultado de aquellas sugestiones fué ajustarel guer­
rero del Sena con el cautivo de Valencey una convención ó tra­
tado en el cual reconocía á Fernando por Rey de España y de
|?s Indias, obligándose este entre otras cosas á hacer salir de
España á los ingleses, y á reponer á los partidarios del intruso
en el goce de sus bienes, empleos y honores.
La posición de las Cortes y de la Regencia que gobernaba
e
' reino durante la ausencia del monarca, era bien espinosa y
difícil. El honor nacional exijia no reconocer como válidos los
invenios que Fernando celebrase con su imperial carcelero
mientras este le tuviese en sus garras. Así lo habian decretado
las Cortes estraordinarias en i.° de enero de 1811, y así lo de­
claró la Regencia al duque de San Carlos, cuando á principios
del mismo mes en 1814 \¡no este desde Valencey á Madiid