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vez de la manera con que trataban á la revolución española los
periódicos estrangeros? ¿No éramos en su boca rebeldes, ene­
migos de Dios y de los hombres, jacobinos, regicidas y ateos?
Inculpaciones por inculpaciones, ¿cuáles eran mas injuriosas?
¿Quién habia sido el primero en provocar tan indecente lucha?
Mas demos la razón, aun en esto, á los gobiernos absolutistas:
¿era la sola agresión armada el único medio espedilo de poner
un coto al escándalo? ¿no tenian esos gobiernos el de las re­
clamaciones pacíficas, propias de la buena armonía que debian
mantener con la España? Solo falla que se nos arguya con el pre-
tcsto de las simpatías que en contraposición con los tiránicos nos
merecían los gobiernos libres; pero ¿merecerá ese argumento
otra respuesta por nuestra parle, que la que mas arriba se ha
dado al que dice relación al ejemplo 1
Conozco que he rayado en pueril al detenerme tanto en un
asunto, que para probar la injusticia de los gobiernos de la
Santa Alianza, bastaba solamente indicar. En materia de inter­
venciones no es nunca la razón por desgracia la encargada de
decidir , y el inicuo Congreso de Verona remitió la suya á la
fuerza. Fijada la cuestión peninsular por los plenipotenciarios
de Francia en los términos que mejor convenían á sus intere­
ses bastardos , era de esperar á lo menos que los representan­
tes ingleses se opusiesen á todo trance á que se coronase la
obra de la iniquidad proyectada; mas nuestro camarada Wel­
lington contenióse con indicar que no tomaba cartas en el juego,-
dejando empero hacer á los príncipes lo que les pareciese me­
jor en aquella cruzada sacrilega contra la Libertad española.
¡Oh señor duque de Ciudad-Rodrigo, y qué mal os portasteis
con la gente á quien erais deudor del ducado! ¡Paciencia y ba­
rajar! La gente vuestra no os habia enviado allá sino con el