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Carranza , y la de Beira , y doña Francisca, y Calomarde, el
mismo Calomarde, que creyendo perdida la causa de la des­
cendencia directa por quien antes habia abogado, acababa do
ser ahora el que mas se habia afanado por conseguir la revo­
cación, para así merecer que el nuevo rey le perdonase aquel
pecadillo, y aun le conservase en su puesto , como á no dudar
merecía.
Y entretanto Fernando habia muerto, pero solo por prime­
ra vez, no habiendo Dios querido que espirase de un modo
definitivo sino cuando muriesen con él el tirano y la tiranía. Y
éste fué el gran acontecimiento, la resurrección del monarca,
pues bien puede llamarse tal en aquel cadavérico letargo su
inesperada vuelta á la vida. Y \ despierta l le dijo la voz que
sacó del sepulcro á Lázaro, y el rey obedeció y dispertó, y el
primer objeto en que tropezaron sus ojos cuando se abrieron á
la existencia, fué la esposa que le habia asistido sin abando­
narle un instante, la consorte que en su agonía habia derra­
mado sobre él todo el tesoro de sus consuelos, la mujer cuya
ardiente plegaria habia tal vez arrancado la gracia de la vida de
su esposo, cuando tanto se necesitaba que no quedase vacante
aún el trono cuya última grada estaba ya pisando D. Carlos.
Y muérete y verás, dijo Bretón, y no parece sino que Fer­
nando se murió entonces para solo ver, porque vio en efecto
y vio mucho; vio lo que hasta aquellos momentos no habia
nunca visto en su vida.
Y lo primero en que reparó fué , después de la alegría de
su esposa al mirarle resucitar, el mal disimulado estupor con
que la parcialidad de su hermano daba muestras del pesar con
que presenciaba tan estraordinario suceso. Y vio en toda su
desnudez la falta de respeto á su agonía con que los realistas
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