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ovación , y llevados en hombros por la plaza entre un innu­
merable gentío. San Miguel tuvo músicas y vivas, aclamándole
libertador de la Patria muchedumbre no menos inmensa. Ni
quedó limitado á Madrid aquel embriagador entusiasmo. Todos
los liberales de España, y con ellos los que aun sin serlo sen­
tían en sus pechos el estímulo del honor nacional tan grave­
mente comprometido en aquella cuestión inmensa, se desataron
en felicitaciones al gobierno y á los diputados, lloviendo duran­
te algún tiempo de todos los ángulos de la Península miles de
enhorabuenas y plácemes por la resolución adoptada. Solamente
la turba de esclavos que aun á costa de la humillación de su
Patria quería el triunfo de la tiranía; solamente las turbas faná­
ticas, y las heladas ó indiferentes queá todo saben acomodarse,
guardaron un silencio elocuente, ó se alegraron en su interior en
sentido diamelralmenle opuesto al de los pechos constituciona­
les... mas jay! las turbas de que estoy hablando eran para men­
gua de España, y por mas que ruborice el decirlo, las que en
la triste época á que aludo aun formaban su mayoría!!!
La respuesta de San Miguel á los gobiernos de Rusia, Prusia
y Austria, dio por resultado inmediato pedir sus pasaportes el
$0 los embajadores de estas tres naciones, y dárselos aquel en
el acto con enérgica y desabrida firmeza. A este rompimiento
inevitable, siguió pocos dias después otro que se pudo evitar, y
pié el de la Corte de Roma, cuyo nuncio fué despedido de
Madrid por razones mas justas que políticas, mas morales que
diplomáticas, mas de conciencia que de conveniencia en un pais
dónde el fanatismo tenia aun tan hondas raices, á pesar del indu­
dable progreso que una parle de la nación habia con el tiempo
adquirido. Entretanto Fernando VII respondia al mensaje de las
Cortes en los términos mas satisfactorios, asegurándoles el 17