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La Revolucion Desconocida _Volin - fondation Besnard

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-Lo lamento. Postérguenla. Después de todo, la cosa puede arreglarse.<br />

-¡Oh, pero no será lo mismo! Esas modificaciones resultan siempre<br />

contraproducentes. Y los carteles cuestan caro. Y, sobre todo, yo debo irme en esos<br />

días. Pero… dígame: ¿cómo piensa arreglarse el día de la conferencia? Estimo que os<br />

expondréis a la resistencia del público, que por cierto acudirá en gran número a la<br />

conferencia. Hace varios días que los carteles anunciadores han sido fijados. Los<br />

obreros de la ciudad y los alrededores esperan con impaciencia. Es demasiado tarde par<br />

imprimir y difundir la rectificación del anuncio. Y no os reportará nada bueno el imponer<br />

un baile en vez de una conferencia a la multitud que venga a escucharla.<br />

-¡Eso no es cosa suya! No se preocupe usted, eso corre por cuenta nuestra.<br />

-Por lo tanto, la conferencia ha sido prohibida por el Comité, a pesar de la<br />

autorización del soviet.<br />

-¡No, no, camarada! Nosotros no prohibimos nada. Fijen fecha para después de las<br />

fiestas, y nosotros mismos nos encargaremos de notificar al público que acuda.»<br />

Sobre eso, nos separamos. Me concerté con los miembros del grupo y resolvimos<br />

aplazar la conferencia para el 5 de enero, pasando notificación al Comité bolchevique y<br />

al responsable de la sala. <strong>La</strong> postergación me obligaba a aplazar mi partida para Jarkov.<br />

Encargamos nuevos carteles. Además, decidimos dejar a las autoridades<br />

bolcheviques que se las arreglaran con el público que asistiera al postergado acto, y<br />

que yo, por si acaso, permanecería a la espera en mi alojamiento. Pues suponíamos<br />

que el numerosísimo público exigiría la conferencia a pesar de todo y que los<br />

bolcheviques podrían, finalmente, verse forzados a ceder. Llegado el caso, el secretario<br />

del grupo anarquista me avisaría.<br />

Yo me esperaba un gran escándalo; acaso una grave colisión. <strong>La</strong> conferencia<br />

estaba anunciada para las ocho de la tarde. Hacia las ocho y media se me llamó por<br />

teléfono. Reconocí la emocionada voz del secretario: «Camarada: la sala está<br />

literalmente sitiada por una multitud que exige la conferencia. Los bolcheviques nada<br />

pueden hacer por convencerla y deberán ceder. Véngase al punto.»<br />

Tomé un coche. De lejos se oía el extraordinario clamor de la multitud que, al<br />

llegar, pude ver estacionada de forma compacta en torno a la sala, gritando iracunda:<br />

«¡Al diablo el baile!... ¡Queremos la conferencia!... ¡Hemos venido por la conferencia!...<br />

¡CONFERENCIA! ¡CONFERENCIA!»<br />

El secretario vino a mi encuentro. Difícilmente nos abrimos paso al interior,<br />

colmado a más no poder. En lo alto de la escalera encontré a Ryndich, en actitud de<br />

arengar a la multitud, abajo, que no dejaba de gritar: ¡Conferencia! ¡Conferencia!<br />

«-Ha hecho bien en venir –me espetó el hombre, muy colérico-. Ya ve lo que<br />

pasa. ¡Eso es obra vuestra!<br />

-Yo se lo previne –le respondí, indignado-. Usted es el responsable de todo. A<br />

usted le corresponde arreglar la cosa. Vamos. Arréglese como pueda. Lo mejor y más<br />

sencillo sería permitir la conferencia.<br />

-¡No, no y no! –gritó, furioso-. <strong>La</strong> conferencia no se hará, se lo aseguro.»<br />

Yo levanté los hombros. Y él, bruscamente, me dijo:<br />

«-Escuche, camarada. No quieren atenderme. Y yo no quisiera recurrir a medidas<br />

graves. Usted puede arreglar las cosas. Le escucharán. Explíqueles la situación y<br />

persuádalos a irse tranquilamente. Hágales comprender la razón y que la conferencia<br />

sólo ha sido aplazada. Usted tiene el deber de hacer lo que le pido.»<br />

Convencido de que la conferencia no se realizaría nunca, de no serlo en esa<br />

ocasión, pues sería definitivamente prohibida y tal vez yo mismo arrestado, me negué<br />

categóricamente:<br />

«-No, yo no hablaré. ¡Usted lo ha querido! ¡Arréglese, pues!»<br />

Vista nuestra disputa, los gritos de la multitud subían de punto. Ryndich trató en<br />

vano de gritar algo. <strong>La</strong> multitud se sentía fuerte, alegre, divertida, llenando la escalera<br />

y los vanos, ocupando todos los accesos a la sala, cuyas puertas estaban cerradas. Con<br />

gestos desesperados, Ryndich apeló de nuevo mi ayuda:<br />

«-Hábleles, hábleles, pues! ¡Si no, esto acabará mal!»<br />

Se me ocurrió algo. Hice señas a la multitud y pronto reino el silencio. Entonces,<br />

pausadamente, buscando las palabras, dije:<br />

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