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vargas_llosa,_mario-conversacion_de_la_catedral

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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />

mesas están vacías y ya no se escucha <strong>la</strong> radio<strong>la</strong> ni el crujido <strong>de</strong>l fogón, sólo al Batuque <strong>la</strong>drando,<br />

Saturnina. El serranito cuenta con sus <strong>de</strong>dos tiznados y ve <strong>la</strong> cara urgente <strong>de</strong> Ambrosio<br />

a<strong>de</strong><strong>la</strong>ntándose hacia él: ¿se sentía mal, niño? Un poquito <strong>de</strong> dolor <strong>de</strong> cabeza, ya estaba pasando.<br />

Estás haciendo un papelón, piensa, he tomado mucho, Huxley, aquí lo tienes al Batuque sano y<br />

salvo, me <strong>de</strong>moré porque encontré a un amigo. Piensa: amor. Piensa: párate, Zavalita, ya basta.<br />

Ambrosio mete <strong>la</strong> mano al bolsillo y Santiago estira los brazos: ¿estaba cojudo, hombre?, él pagaba.<br />

Trastabillea y Ambrosio y el serranito lo sujetan: suéltenme, podía solo, se sentía bien. Pa su diablo,<br />

niño, no era para menos, si había tomado tanto. Avanza paso a paso entre <strong>la</strong>s mesas vacías y <strong>la</strong>s<br />

sil<strong>la</strong>s cojas <strong>de</strong> "La Catedral", mirando fijamente el suelo chancroso: ya está, ya pasó. El cerebro se<br />

va <strong>de</strong>spejando, va huyendo <strong>la</strong> modorra <strong>de</strong> <strong>la</strong>s piernas, van ac<strong>la</strong>rándose los ojos. Pero <strong>la</strong>s imágenes<br />

están siempre ahí. Entreverándose en sus pies, el Batuque <strong>la</strong>dra, impaciente.<br />

—Menos mal que le alcanzó <strong>la</strong> p<strong>la</strong>ta, niño. ¿De veras se siente mejor?<br />

—Estoy un poco mareado, pero no borracho, el trago no me hace nada. La cabeza me da<br />

vueltas <strong>de</strong> tanto pensar.<br />

—Cuatro horas, niño, no sé qué voy a inventar ahora. Puedo per<strong>de</strong>r mi trabajo, usted no se da<br />

cuenta. En fin, se lo agra<strong>de</strong>zco. Las cervecitas, el almuerzo, <strong>la</strong> conversación. Ojalá pueda<br />

correspon<strong>de</strong>rle alguna vez, niño.<br />

Están en <strong>la</strong> vereda, el serranito acaba <strong>de</strong> cerrar el portón <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra, el camión que ocultaba <strong>la</strong><br />

entrada ha partido, <strong>la</strong> neblina borronea <strong>la</strong>s fachadas y en <strong>la</strong> luz co<strong>la</strong>r acero <strong>de</strong> <strong>la</strong> tar<strong>de</strong> fluye,<br />

opresivo e idéntico, el chorro <strong>de</strong> autos, camiones y ómnibus por el Puente <strong>de</strong>l Ejército. No hay<br />

nadie cerca, los lejanos transeúntes son siluetas sin cara que se <strong>de</strong>slizan entre velos humosos. Nos<br />

<strong>de</strong>spedimos y ya está, piensa, no lo verás más. Piensa: no lo he visto nunca, nunca he hab<strong>la</strong>do con<br />

él, un duchazo, una siesta y ya está.<br />

—¿De veras se siente bien, niño? ¿No quiere que lo acompañe?<br />

—El que se siente mal eres tú —dice, sin mover los <strong>la</strong>bios—. Toda <strong>la</strong> tar<strong>de</strong>, <strong>la</strong>s cuatro horas<br />

te has sentido mal.<br />

—Ni crea, tengo muy buena cabeza para el trago —dice Ambrosio, y, un instante, ríe. Queda<br />

con <strong>la</strong> boca entreabierta, <strong>la</strong> mano petrificada en el mentón. Está inmóvil, a un metro <strong>de</strong> Santiago,<br />

con <strong>la</strong>s so<strong>la</strong>pas levantadas, y el Batuque, <strong>la</strong>s orejas tiesas, los colmillos fuera, mira a Santiago, mira<br />

a Ambrosio, y escarba el suelo, sorprendido o inquieta o asustado. En el interior <strong>de</strong> "La Catedral"<br />

arrastran sil<strong>la</strong>s y parece que bal<strong>de</strong>aran el piso.<br />

—Sabes <strong>de</strong> sobra <strong>de</strong> qué estoy hab<strong>la</strong>ndo —dice Santiago—. Por favor, <strong>de</strong>ja <strong>de</strong> hacerte el<br />

cojudo.<br />

No quiere o no pue<strong>de</strong> enten<strong>de</strong>r, Zavalita: no se ha movido y en sus pupi<strong>la</strong>s hay siempre <strong>la</strong><br />

misma porfiada ceguera, esa atroz oscuridad tenaz.<br />

—Por si quería que lo acompañe, niño —tartamu<strong>de</strong>a y baja los ojos, <strong>la</strong> voz—. ¿Quiere que le<br />

busque un taxi, es <strong>de</strong>cir?<br />

—En "La Crónica" necesitan un portero —y él también baja <strong>la</strong> voz—. Es un trabajo menos<br />

fregado que <strong>la</strong> perrera. Yo haré que te tomen sin papeles. Estarías mucho mejor. Pero, por favor,<br />

<strong>de</strong>ja un ratito <strong>de</strong> hacerte el cojudo.<br />

—Está bien, está bien —hay un malestar creciente en sus ojos, parece que su voz fuera a<br />

rasgarse en chillidos—. Qué le pasa, niño, por qué se pone así.<br />

—Te daré todo mi sueldo <strong>de</strong> este mes —y su voz se entorpece bruscamente, pero no solloza;<br />

está rígido, los ojos muy abiertos—. Tres mil quinientos soles. ¿No es cierto que con esa p<strong>la</strong>ta<br />

pue<strong>de</strong>s?<br />

Cal<strong>la</strong>, baja <strong>la</strong> cabeza y automáticamente, como si el silencio hubiera <strong>de</strong>satado un inflexible<br />

mecanismo, el cuerpo <strong>de</strong> Ambrosio da un paso atrás y se encoge y sus manos se a<strong>de</strong><strong>la</strong>ntan a <strong>la</strong><br />

altura <strong>de</strong>l estómago, como para <strong>de</strong>fen<strong>de</strong>rse o atacar. El Batuque gruñe.<br />

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