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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />
—Que todo eso fue obra <strong>de</strong> un directorcito <strong>de</strong> gobierno, <strong>de</strong> un empleadito, tampoco me lo<br />
trago —dijo el senador Landa—. Eso lo inventó el Serrano Espina para echarle <strong>la</strong> pelota a alguien si<br />
<strong>la</strong>s cosas salían mal.<br />
Trifulcio estaba ahí, al pie <strong>de</strong> <strong>la</strong> escaleril<strong>la</strong>, <strong>de</strong>fendiendo a codazos su sitio, escupiéndose <strong>la</strong>s<br />
manos, <strong>la</strong> mirada fanáticamente incrustada en <strong>la</strong>s piernas <strong>de</strong> don Emilio que se acercaban mezc<strong>la</strong>das<br />
con otras, el cuerpo tenso, los pies bien apoyados en <strong>la</strong> tierra: a él, le tocaba a él.<br />
—Lo tienes que creer porque es <strong>la</strong> verdad —dijo don Fermín—. Y no lo basurees mucho.<br />
Como quien no quiere <strong>la</strong> cosa, ese empleadito se está convirtiendo en hombre <strong>de</strong> confianza <strong>de</strong>l<br />
General.<br />
—Ahí lo tienes, Hipólito, te lo regalo —dijo Ludovico—. Quítale <strong>la</strong>s locuras al jefe máximo<br />
<strong>de</strong> una vez.<br />
—Entonces ¿no se fue porque tenía distintas i<strong>de</strong>as políticas que su papá? —dice Ambrosio.<br />
—Le cree todo, lo consi<strong>de</strong>ra infalible —dijo don Fermín—. Cuando Bermú<strong>de</strong>z opina, Ferro,<br />
Arbeláez, Espina y hasta yo nos vamos al diablo, no existimos. Se vio cuando lo <strong>de</strong> Montagne.<br />
—El pobre no tenía i<strong>de</strong>as políticas —dice Santiago—. Sólo intereses políticos, Ambrosio.<br />
Trifulcio dio un salto, <strong>la</strong>s piernas estaban ya en el último escalón, dio un empellón, dos, y se<br />
agachó y ya iba a alzarlo. No, no amigo, dijo un don Emilio risueño y mo<strong>de</strong>sto y sorprendido,<br />
muchas gracias pero, y Trifulcio lo soltó, retrocedió, confuso, los ojos abriéndose y cerrándose,<br />
¿pero, pero?, y don Emilio pareció también confuso, y en el grupo apiñado en torno a él hubo<br />
codazos, cuchicheos.<br />
—La verdad es que, aun cuando no sea infalible, tiene cojones —dijo el senador Arévalo—.<br />
En año y medio nos borró <strong>de</strong>l mapa a los apristas y a los comunistas y pudimos l<strong>la</strong>mar a elecciones.<br />
—¿Sigues siendo el jefe máximo <strong>de</strong>l Apra, papacito? —dijo Ludovico—. Bueno, muy bien.<br />
Sigue, Hipólito.<br />
—Lo <strong>de</strong> Montagne fue así —dijo don Fermín—. Un buen día Bermú<strong>de</strong>z se <strong>de</strong>sapareció <strong>de</strong><br />
Lima y volvió a <strong>la</strong>s dos semanas. He recorrido medio país, General, si Montagne llega <strong>de</strong> candidato<br />
a <strong>la</strong>s elecciones, usted pier<strong>de</strong>.<br />
Qué esperas, imbécil, dijo el que daba <strong>la</strong>s ór<strong>de</strong>nes y Trifulcio disparó una mirada angustiada a<br />
don Emilio que hizo un signo <strong>de</strong> rápido o apúrate. La cabeza <strong>de</strong> Trifulcio se agachó velozmente,<br />
atravesó el horcón que formaban <strong>la</strong>s piernas, alzó a don Emilio como una pluma.<br />
—Eso era un disparate —dijo el senador Landa—. Montagne no iba a ganar jamás. No tenía<br />
dinero para una buena campaña, nosotros controlábamos todo el aparato electoral.<br />
—¿Y por qué te parecía tan gran hombre mi viejo? —dice Santiago.<br />
—Pero los apristas iban a votar por él, todos los enemigos <strong>de</strong>l régimen iban a votar por él —<br />
dijo don Fermín—. Bermú<strong>de</strong>z lo convenció. Si voy en estas condiciones, pierdo. En fin, así fue, por<br />
eso lo metieron preso.<br />
—Porque era, pues, niño —dice Ambrosio—. Tan inteligente y tan caballero y tan todo, pues.<br />
Oía ap<strong>la</strong>usos y vítores mientras avanzaba con su carga a cuestas, ro<strong>de</strong>ado <strong>de</strong> Téllez, <strong>de</strong><br />
Urondo, <strong>de</strong>l capataz y <strong>de</strong>l que daba <strong>la</strong>s ór<strong>de</strong>nes, también él gritando Arévalo—Odría, seguro,<br />
tranquilo, sujetando bien <strong>la</strong>s piernas, sintiendo en sus pelos los <strong>de</strong>dos <strong>de</strong> don Emilio, viendo <strong>la</strong> otra<br />
mano que agra<strong>de</strong>cía y estrechaba <strong>la</strong>s manos que se le tendían.<br />
—Ya déjalo, Hipólito —dijo Ludovico—. No ves que ya lo soñaste.<br />
—A mí no me parecía un gran hombre, sino un canal<strong>la</strong> —dice Santiago—. Y lo odiaba.<br />
—Está truqueando —dijo Hipólito—. Y te lo voy a <strong>de</strong>mostrar.<br />
El Himno Nacional había terminado cuando acabaron <strong>de</strong> dar <strong>la</strong> vuelta a <strong>la</strong> P<strong>la</strong>za. Hubo un<br />
redoble <strong>de</strong> tambor, un silencio, y comenzó una marinera. Entre <strong>la</strong>s cabezas y los puestos <strong>de</strong><br />
refrescos y <strong>de</strong> viandas,<br />
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