Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />
—¿Crees que te voy a estar rogando, idiota? —dijo <strong>la</strong> Teté—. Lo que pasa es que eres un<br />
acomplejado. Déjate <strong>de</strong> tonterías y ven ahorita o no te hablo más supersabio.<br />
—Si te enojas te vas a poner fea y tienes que estar bonita para <strong>la</strong>s fotos —dijo Santiago—.<br />
Mil besos y vengan a vernos a <strong>la</strong> vuelta <strong>de</strong>l viaje, Teté.<br />
—No te hagas <strong>la</strong> niña bonita que se resiente <strong>de</strong> todo —alcanzó a <strong>de</strong>cir todavía <strong>la</strong> Teté—. Ven,<br />
tráe<strong>la</strong> a Ana. Te han hecho chupe <strong>de</strong> camarones, idiota.<br />
Antes <strong>de</strong> regresar a <strong>la</strong> quinta <strong>de</strong> los duen<strong>de</strong>s, fue a una florería <strong>de</strong> Larco y mandó un ramo <strong>de</strong><br />
rosas a <strong>la</strong> Teté. Miles <strong>de</strong> felicida<strong>de</strong>s para los dos <strong>de</strong> sus hermanos Ana y Santiago, piensa. Ana<br />
estaba resentida y no le dirigió <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>bra hasta <strong>la</strong> noche.<br />
—¿NO ES por interés? —dijo Queta—. ¿Por qué, entonces? ¿Por miedo?<br />
—A ratos —dijo Ambrosio—. A ratos más bien por pena. Por agra<strong>de</strong>cimiento, por respeto.<br />
Hasta amistad guardando <strong>la</strong>s distancias. Ya sé que no me cree, pero es cierto. Pa<strong>la</strong>bra.<br />
—¿No sientes nunca vergüenza? —dijo Queta—. De <strong>la</strong> gente, <strong>de</strong> tus amigos. ¿O a ellos les<br />
cuentas como a mí?<br />
Lo vio sonreír con cierta amargura en <strong>la</strong> semioscuridad; <strong>la</strong> ventana <strong>de</strong> <strong>la</strong> calle estaba abierta<br />
pero no había brisa y en <strong>la</strong> atmósfera inmóvil y cargada <strong>de</strong> vaho <strong>de</strong> <strong>la</strong> habitación el cuerpo <strong>de</strong>snudo<br />
<strong>de</strong> él comenzaba a sudar. Queta se apartó unos milímetros para que no <strong>la</strong> rozara.<br />
—Amigos como los que tuve en mi pueblo, aquí ni uno —dijo Ambrosio—. Sólo conocidos,<br />
como ése que está ahora <strong>de</strong> chofer <strong>de</strong> don Cayo, o Hipólito, el otro que lo cuida. No saben. Y<br />
aunque supieran no me daría. No les parecería mal ¿ve? Le conté lo que le pasaba a Hipólito con los<br />
presos ¿no se acuerda? ¿Por qué me iba a dar vergüenza con ellos?<br />
— ¿Y nunca tienes vergüenza <strong>de</strong> mí? —dijo Queta.<br />
—De usted no —dijo Ambrosio—. Usted no va a ir a regar estas cosas por ahí.<br />
—Y por qué no —dijo Queta—. No me pagas para que te guar<strong>de</strong> los secretos.<br />
—Porque usted no quiere que sepan que yo vengo aquí —dijo Ambrosio—. Por eso no <strong>la</strong>s va<br />
a regar por ahí.<br />
—¿Y si yo le contara a <strong>la</strong> loca lo que me cuentas? —dijo Queta—. ¿Qué harías si se lo<br />
contara a todo el mundo?<br />
Él se rió bajito y cortésmente en <strong>la</strong> semioscuridad.<br />
Estaba <strong>de</strong> espaldas, fumando, y Queta veía cómo se mezc<strong>la</strong>ban en el aire quieto <strong>la</strong>s nubecil<strong>la</strong>s<br />
<strong>de</strong> humo. No se oía ninguna voz no pasaba ningún auto, a ratos el tic—tac <strong>de</strong>l reloj <strong>de</strong>l ve<strong>la</strong>dor se<br />
hacía presente y luego se perdía y reaparecía un momento <strong>de</strong>spués.<br />
—No volvería nunca más —dijo Ambrosio—. Y usted se per<strong>de</strong>ría un buen cliente.<br />
—Ya casi me lo he perdido —se rió Queta—. Antes venías cada mes, cada dos. ¿Y ahora<br />
hace cuánto? ¿Cinco meses? Más. ¿Qué ha pasado? ¿Es por Bo<strong>la</strong> <strong>de</strong> Oro?<br />
—Estar un rato con usted es para mí dos semanas <strong>de</strong> trabajo —explicó Ambrosio—. No<br />
puedo darme esos gustos siempre. Y a<strong>de</strong>más a usted no se <strong>la</strong> ve mucho tampoco. Vine tres veces<br />
este mes y ninguna <strong>la</strong> encontré.<br />
—¿Qué te haría si supiera que vienes acá? —dijo Queta—. Bo<strong>la</strong> <strong>de</strong> Oro.<br />
—No es lo que usted cree —dijo Ambrosio muy rápido, con voz grave—. No es un<br />
<strong>de</strong>sgraciado, no es un déspota. Es un verda<strong>de</strong>ro señor, ya le he dicho.<br />
—¿Qué te haría? —insistió Queta—. Si un día me lo encuentro en San Miguel y le digo<br />
Ambrosio se gasta tu p<strong>la</strong>ta conmigo.<br />
—Usted sólo le conoce una cara, por eso está tan equivocada con él —dijo Ambrosio—.<br />
Tiene otra. No es un déspota. Es bueno, un señor. Hace que uno sienta respeto por él.<br />
304