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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />
—Qué le parece este Cayo —dijo el coronel Espina—. Yo creía que no hacía otra cosa que<br />
trabajar día y noche, y vea usted lo que se consiguió. ¿Linda hembra, no, don Fermín?<br />
Avanzaron en pelotón por <strong>la</strong> p<strong>la</strong>cita y los que estaban en <strong>la</strong> puerta <strong>de</strong>l rancho comenzaron a<br />
co<strong>de</strong>arse y a apartarse. Los dos guardias les salieron al encuentro.<br />
—Sino por el anónimo que me mandó contándome lo <strong>de</strong> tu mujer —dijo don Fermín—. No<br />
por vengarme a mí. Por vengarte tú, infeliz.<br />
—Aquí se ha estado haciendo trampa —dijo el que daba <strong>la</strong>s ór<strong>de</strong>nes—. Venimos a protestar.<br />
—A mí me <strong>de</strong>jó asombrado —dijo el coronel Espina—. Carajo, el tranquilo <strong>de</strong> Cayo con<br />
tamaña hembra. ¿Increíble, no, don Fermín?<br />
—No permitimos que haya frau<strong>de</strong> —dijo Téllez—. ¡Viva el general Odría, viva don Emilio<br />
Arévalo!<br />
—Estamos aquí para cuidar el or<strong>de</strong>n —dijo uno <strong>de</strong> los guardias—. No tenemos nada que ver<br />
con <strong>la</strong> votación. Protesten con los <strong>de</strong> <strong>la</strong>s mesas.<br />
—¡Viva! —gritaban los hombres—. ¡Arévalo—Odría!<br />
—Lo gracioso es que yo le daba consejos —dijo el coronel Espina—. No trabajes tanto, goza<br />
un poco <strong>de</strong> <strong>la</strong> vida. Y vea usted con <strong>la</strong> que salió, don Fermín.<br />
La gente se había acercado, mezc<strong>la</strong>do con ellos, y los miraba y miraba a los guardias y se reía.<br />
Y entonces en <strong>la</strong> puerta <strong>de</strong>l rancho surgió un hombrecito que miró a Trifulcio asustado: ¿qué bul<strong>la</strong><br />
era ésta? Tenía saco y corbata, anteojos y un bigotito sudado.<br />
—Despejen, <strong>de</strong>spejen —dijo, con voz temblona. Ya se cerró <strong>la</strong> votación, ya son <strong>la</strong>s seis.<br />
Guardias, que se retire esta gente.<br />
—Creías que te iba a <strong>de</strong>spedir por lo que me enteré <strong>de</strong>l asunto <strong>de</strong> tu mujer —dijo don<br />
Fermín—. Creíste que haciendo eso me tenías <strong>de</strong>l pescuezo. También tú querías chantajearme,<br />
infeliz.<br />
—Dicen que ha habido trampa, señor —dijo uno <strong>de</strong> los guardias.<br />
—Dicen que vienen a protestar, doctor —dijo el otro.<br />
—Y yo le pregunté cuándo vas a traer a tu mujer <strong>de</strong> Chincha —dijo el coronel Espina—.<br />
Nunca, se quedará en Chincha, nomás. Fíjese cómo se ha avivado el provinciano <strong>de</strong> Cayo, don<br />
Fermín.<br />
—Es cierto, quieren hacer trampa —dijo un tipo que salió <strong>de</strong>l rancho—. Quieren robarle <strong>la</strong><br />
elección a don Emilio Arévalo.<br />
—Oiga, qué le pasa —el hombrecito había abierto los ojos como p<strong>la</strong>tos—. ¿Usted acaso no<br />
controló <strong>la</strong> votación como representante <strong>de</strong> <strong>la</strong> lista Arévalo? ¿De qué trampa hab<strong>la</strong> si ni siquiera<br />
hemos contado los votos?<br />
—Basta, basta —dijo don Fermín—. Déjate <strong>de</strong> llorar. ¿No fue así, no pensaste eso, no lo<br />
hiciste por eso?<br />
—No permitimos —dijo el que daba <strong>la</strong>s ór<strong>de</strong>nes —Vamos a<strong>de</strong>ntro.<br />
—Después <strong>de</strong> todo, tiene <strong>de</strong>recho a divertirse —dijo el coronel Espina—. Espero que al<br />
General no le parezca mal esto <strong>de</strong> que se eche una querida; así, tan abiertamente.<br />
Trifulcio cogió al hombrecito <strong>de</strong> <strong>la</strong>s so<strong>la</strong>pas y con suavidad lo retiró <strong>de</strong> <strong>la</strong> puerta. Lo vio<br />
ponerse amarillo, lo sintió temb<strong>la</strong>r. Entró al rancho, <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> Téllez, <strong>de</strong> Urondo y <strong>de</strong>l que daba <strong>la</strong>s<br />
ór<strong>de</strong>nes. A<strong>de</strong>ntro un jovencito en overol se paró y gritó ¡aquí no se pue<strong>de</strong> entrar, policía, policía!<br />
Téllez le dio un empujón y el joven se fue al suelo gritando ¡policía, policía!<br />
Trifulcio lo levantó, lo sentó en una sil<strong>la</strong>: quietecito, cal<strong>la</strong>dito, hombre. Téllez y Urondo<br />
cargaron <strong>la</strong>s ánforas y salieron a <strong>la</strong> calle. El hombrecito miraba aterrado a Trifulcio: era un <strong>de</strong>lito,<br />
iban a ir a <strong>la</strong> cárcel, y se le <strong>de</strong>shacía <strong>la</strong> voz.<br />
—Cál<strong>la</strong>te, a ti te ha pagado Mendizábal —dijo Téllez.<br />
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