You also want an ePaper? Increase the reach of your titles
YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.
C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />
—En una <strong>de</strong> ésas le pregunté si le servía más hielo —murmuró Ambrosio—. Ya se habían ido<br />
los otros invitados, <strong>la</strong> fiesta se estaba acabando, sólo quedaba él.<br />
No me contestó nada. Cerró y abrió los ojos <strong>de</strong> una manerita difícil <strong>de</strong> explicar. Medio<br />
<strong>de</strong>safiadora, medio burlona. ¿Ve?<br />
—¿Y no te habías dado cuenta? —insistió Queta—. Eres tonto.<br />
—Soy —dijo Ambrosio—. Pensé se está haciendo el borracho, pensé a lo mejor está y quiere<br />
divertirse a mi costa. Yo me había tomado mis tragos en <strong>la</strong> cocina y pensé a lo mejor estoy borracho<br />
y me parece. Pero <strong>la</strong> próxima vez que entraba <strong>de</strong>cía no, qué le pica. Serían <strong>la</strong>s dos, <strong>la</strong>s tres, qué sé<br />
yo. Entré a cambiar un cenicero, creo. Ahí me habló.<br />
—Siéntate aquí un rato —dijo don Fermín—. Tómate un trago con nosotros.<br />
—No era una invitación sino casi una or<strong>de</strong>n —murmuró Ambrosio. No sabía mi nombre. A<br />
pesar <strong>de</strong> que se lo habría oído a don Cayo cien veces, no lo sabía. Después me contó.<br />
Queta se echó a reír, él se calló y esperó. Un aura <strong>de</strong> luz llegaba a <strong>la</strong> sil<strong>la</strong> y alumbraba <strong>la</strong>s<br />
ropas mezc<strong>la</strong>das <strong>de</strong> él. El humo p<strong>la</strong>neaba sobre ellos, di<strong>la</strong>tándose, <strong>de</strong>shaciéndose en sigilosos ritmos<br />
curvos. Pasaron dos autos seguidos y veloces como haciendo carreras.<br />
—¿Y el<strong>la</strong>? —dijo Queta, riéndose ya apenas—. ¿y Hortensia?<br />
Los ojos <strong>de</strong> Ambrosio revolotearon en un mar <strong>de</strong> confusión: don Cayo no parecía disgustado<br />
ni asombrado. Lo miró un instante serio y luego le hizo con <strong>la</strong> cabeza que sí, hazle caso, siéntate. El<br />
cenicero danzaba tontamente en <strong>la</strong> mano alzada <strong>de</strong> Ambrosio.<br />
—Se había quedado dormida —dijo Ambrosio—. Echada en el sillón. Habría tomado<br />
muchísimo. Me sentí mal ahí, sentado en <strong>la</strong> puntita <strong>de</strong> <strong>la</strong> sil<strong>la</strong>. Raro, avergonzado, mal.<br />
Se frotó <strong>la</strong>s manos, y por fin, con una solemnidad ceremoniosa, dijo salud sin mirar a nadie y<br />
bebió. Queta se había vuelto para verle <strong>la</strong> cara: tenía los ojos cerrados, los <strong>la</strong>bios juntos y<br />
transpiraba.<br />
—A este paso te nos vas a marear —se echó a reír don Fermín—. Anda, sírvete otro trago.<br />
—Jugando contigo como el gato con el ratón —murmuró Queta, con asco—. A ti te gusta eso,<br />
ya me he dado cuenta. Ser el ratón. Que te pisen, que te traten mal. Si yo no te hubiera tratado mal<br />
no te pasarías <strong>la</strong> vida juntando p<strong>la</strong>ta para subir aquí a contarme tus penas. ¿Tus penas? Las primeras<br />
veces creía que sí, ahora ya no. A ti todo lo que te pasa te gusta.<br />
—Sentado ahí, como a un igual, dándome trago —dijo él, con el mismo opaco, enrarecido,<br />
ido tono <strong>de</strong> voz—. Parecía que a don Cayo no le importaba o se hacía el que no. Y él no <strong>de</strong>jaba que<br />
me fuera. ¿Ve?<br />
—Dón<strong>de</strong> vas tú, quieto ahí —bromeó, or<strong>de</strong>nó por décima vez don Fermín—. Quieto ahí,<br />
dón<strong>de</strong> vas tú.<br />
—Estaba diferente <strong>de</strong> todas <strong>la</strong>s veces que lo había visto —dijo Ambrosio—. Esas que él no<br />
me había visto a mí. Por su manera <strong>de</strong> mirar y también <strong>de</strong> hab<strong>la</strong>r.<br />
Hab<strong>la</strong>ba sin parar, <strong>de</strong> cualquier cosa, y <strong>de</strong> repente <strong>de</strong>cía una lisura. Él que se lo veía tan<br />
educado y con ese aspecto <strong>de</strong> ...<br />
Dudó y Queta <strong>la</strong><strong>de</strong>ó un poco <strong>la</strong> cabeza para observarlo: ¿aspecto <strong>de</strong>?<br />
—De un gran señor —dijo Ambrosio muy rápido—. De presi<strong>de</strong>nte, qué sé yo.<br />
Queta <strong>la</strong>nzó una risita curiosa e impertinente, regocijada, se <strong>de</strong>sperezó y al hacerlo su ca<strong>de</strong>ra<br />
rozó <strong>la</strong> <strong>de</strong> él: sintió que instantáneamente <strong>la</strong> mano <strong>de</strong> Ambrosio se animaba sobre su rodil<strong>la</strong>, que<br />
avanzaba bajo <strong>la</strong> falda y tentaba con ansiedad su muslo, que lo pesaba <strong>de</strong> arriba abajo, <strong>de</strong> abajo<br />
arriba, a todo lo que daba su brazo. No lo riñó, no lo paró y escuchó su propia risita regocijada otra<br />
vez.<br />
—Te estaba ab<strong>la</strong>ndando con trago —dijo—. ¿Y <strong>la</strong> loca, y el<strong>la</strong>?<br />
296