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vargas_llosa,_mario-conversacion_de_la_catedral

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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />

—Si le da un ataque <strong>de</strong> locura y se alza pue<strong>de</strong> resistir varios días —dijo el general Llerena,<br />

sordamente—. Lo tengo cercado con tropas, pero no me fío mucho <strong>de</strong> <strong>la</strong> Aviación. Cuando se<br />

p<strong>la</strong>nteó <strong>la</strong> posibilidad <strong>de</strong> bombar<strong>de</strong>ar el cuartel, el Ministro dijo que <strong>la</strong> i<strong>de</strong>a no haría ninguna gracia<br />

a muchos pilotos.<br />

—Nada <strong>de</strong> eso será necesario, <strong>la</strong> conspiración ha muerto sin pena ni gloria —dijo él—. Total,<br />

un par <strong>de</strong> días sin dormir, General. Voy a Chac<strong>la</strong>cayo ahora, a dar <strong>la</strong> última puntada. Luego iré a<br />

Pa<strong>la</strong>cio. Cualquier novedad, estaré en mi casa.<br />

—L<strong>la</strong>man <strong>de</strong> Pa<strong>la</strong>cio al señor Bermú<strong>de</strong>z, mi General —dijo un teniente, sin entrar—. El<br />

teléfono b<strong>la</strong>nco, mi General.<br />

—Le hab<strong>la</strong> el mayor Tijero, don Cayo ——en el cuadrado <strong>de</strong> <strong>la</strong> ventana apuntaba al fondo <strong>de</strong><br />

<strong>la</strong> masa sombría una irisación azul: el abriguito <strong>de</strong> piel rodaba hasta sus pies, que eran rosados—.<br />

Acaba <strong>de</strong> llegar un telegrama <strong>de</strong> Tumbes. En c<strong>la</strong>ve, lo están <strong>de</strong>scifrando. Pero ya nos damos cuenta<br />

<strong>de</strong>l sentido. Menos mal ¿no, don Cayo?<br />

—Me alegro mucho, Tijero —dijo él, sin alegría, y entrevió <strong>la</strong>s caras estupefactas <strong>de</strong> Pare<strong>de</strong>s<br />

y <strong>de</strong> Llerena—. No lo pensó ni media hora. Eso es lo que se l<strong>la</strong>ma un hombre <strong>de</strong> acción. Hasta<br />

luego, Tijero, iré allá <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> un par <strong>de</strong> horas.<br />

—Mejor vamos a Pa<strong>la</strong>cio <strong>de</strong> una vez, mi General —dijo el comandante Pare<strong>de</strong>s—. Este es el<br />

punto final.<br />

—Perdone usted, don Cayo —dijo Ludovico—. Nos quedamos secos. Despierta, Hipólito.<br />

—Qué carajo pasa, por qué empujas –tartamu<strong>de</strong>ó Hipólito—. Ah, perdón, don Cayo, me<br />

quedé dormido.<br />

—A Chac<strong>la</strong>cayo —dijo él—. Quiero estar allá en veinte minutos.<br />

—Las luces <strong>de</strong> <strong>la</strong> sa<strong>la</strong> están prendidas, tiene usted visita, don Cayo —dijo Ludovico—. Fíjate<br />

quién está ahí, Hipólito, en el carro. Es Ambrosio.<br />

—Siento haberlo hecho esperar, don Fermín —dijo él, sonriendo, observando el rostro<br />

violáceo, los ojos <strong>de</strong>vastados por <strong>la</strong> <strong>de</strong>rrota y <strong>la</strong> <strong>la</strong>rga vigilia, a<strong>la</strong>rgando <strong>la</strong> mano—. Voy a hacer que<br />

nos <strong>de</strong>n unos cafés, ojalá esté <strong>de</strong>spierta Anatolia.<br />

—Puro, bien cargado y sin azúcar —dijo don Fermín—. Gracias, don Cayo.<br />

—Dos cafés puros, Anatolia —dijo él—. Nos los llevas a <strong>la</strong> sa<strong>la</strong> y pue<strong>de</strong>s volver a acostarte.<br />

—Traté <strong>de</strong> ver al Presi<strong>de</strong>nte y no pu<strong>de</strong>, por eso vine hasta aquí —dijo maquinalmente don<br />

Fermín—. Algo grave, don Cayo. Sí, una conspiración.<br />

—¿Otra más? —a<strong>la</strong>rgó un cenicero a don Fermín, se sentó a su <strong>la</strong>do en el sofá—. No pasa una<br />

semana sin que se <strong>de</strong>scubra alguna, últimamente.<br />

—Militares <strong>de</strong> por medio, varias guarniciones comprometidas —recitaba disgustado don<br />

Fermín—. Y a <strong>la</strong> cabeza <strong>la</strong>s personas que menos se podría imaginar:<br />

—¿Tiene usted fósforos? —se inclinó hacia el encen<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> don Fermín, dio una <strong>la</strong>rga<br />

chupada, arrojó una nube <strong>de</strong> humo y tosió—. Vaya, ahí están los cafés. Déjalos aquí, Anatolia. Sí,<br />

cierra <strong>la</strong> puerta.<br />

—El Serrano Espina —don Fermín bebió un sorbo con una mueca <strong>de</strong> <strong>de</strong>sagrado, calló<br />

mientras echaba azúcar, removió el café con <strong>la</strong> cucharil<strong>la</strong>, <strong>de</strong>spacio—. Lo apoyan Arequipa,<br />

Cajamarca, Iquitos y Tumbes. Espina viaja a Arequipa hoy en <strong>la</strong> mañana. El golpe pue<strong>de</strong> ser esta<br />

noche. Querían mi apoyo y me pareció pru<strong>de</strong>nte no <strong>de</strong>sengañarlos, contestar con evasivas, asistir a<br />

algunas reuniones. Por mi amistad con Espina, sobre todo.<br />

—Ya sé que son muy amigos —dijo él, probando el café—. Nos conocimos gracias al<br />

Serrano, se acordará.<br />

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