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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />
—¿Ya es tar<strong>de</strong>, no? ¿Ya tenemos que irnos, no amor?<br />
—Sí —dijo Santiago—. Aquí en el óvalo conseguiremos un taxi.<br />
—Nosotros los llevamos —dijo Popeye, casi gritando—. ¿Los llevamos, no Teté?<br />
—C<strong>la</strong>ro —balbuceó <strong>la</strong> Teté—. Como paseando.<br />
Ana dijo hasta luego, pasó junto al Chispas y Cary sin darles <strong>la</strong> mano, y caminó rápidamente<br />
hacia el jardín, seguida por Santiago, que no se <strong>de</strong>spidió. Popeye se a<strong>de</strong><strong>la</strong>ntó a ellos a saltos para<br />
abrir <strong>la</strong> puerta <strong>de</strong> calle y <strong>de</strong>jar pasar a Ana; luego corrió como si lo persiguieran y trajo su carro y se<br />
bajó <strong>de</strong> un brinco a abrirle <strong>la</strong> puerta a Ana: pobre pecoso. Al principio no hab<strong>la</strong>ron. Santiago se<br />
puso a fumar, Popeye a fumar, muy <strong>de</strong>recha en el asiento Ana miraba por <strong>la</strong> ventanil<strong>la</strong>.<br />
—Ya sabes, Ana, llámame por teléfono —dijo <strong>la</strong> Teté, con <strong>la</strong> voz todavía estropeada, cuando<br />
se <strong>de</strong>spidieron en <strong>la</strong> puerta <strong>de</strong> <strong>la</strong> pensión—. Para que te ayu<strong>de</strong> a buscar <strong>de</strong>partamento, para<br />
cualquier cosa.<br />
—C<strong>la</strong>ro —dijo Ana—. Para que me ayu<strong>de</strong>s a buscar <strong>de</strong>partamento, listo.<br />
—Tenemos que salir los cuatro juntos, f<strong>la</strong>co —dijo Popeye, sonriendo con toda <strong>la</strong> boca y<br />
pestañeando con furia—. A comer, al cine. Cuando uste<strong>de</strong>s quieran, hermano.<br />
—C<strong>la</strong>ro, por supuesto —dijo Santiago—. Te l<strong>la</strong>mo un día <strong>de</strong> éstos, pecoso.<br />
En el cuarto, Ana se puso a llorar tan fuerte que doña Lucía vino a preguntar qué pasaba.<br />
Santiago <strong>la</strong> calmaba, le hacía cariños, le explicaba y Ana por fin se había secado los ojos. Entonces<br />
comenzó a protestar y a insultarlos: no iba a verlos nunca más, los <strong>de</strong>testaba, los odiaba. Santiago le<br />
daba <strong>la</strong> razón: sí corazón, c<strong>la</strong>ro amor. No sabía por qué no había bajado y <strong>la</strong> había cacheteado a <strong>la</strong><br />
vieja ésa, a <strong>la</strong> vieja estúpida ésa, sí corazón. Aunque fuera tu madre, aunque fuera mayor, para que<br />
aprendiera a <strong>de</strong>cirle huachafa, para que viera: c<strong>la</strong>ro amor.<br />
—Está bien —dijo Ambrosio—. Ya me <strong>la</strong>vé, ya estoy limpio.<br />
—Está bien —dijo Queta—. ¿Qué fue lo que pasó? ¿No estaba yo en esa fiestecita?<br />
—No —dijo Ambrosio—. Iba a ser una fiestecita y no fue. Pasó algo y muchos invitados no<br />
se presentaron. Sólo tres o cuatro, y entre ellos, él. La señora estaba furiosa, me han hecho un<br />
<strong>de</strong>saire <strong>de</strong>cía.<br />
—La loca se cree que Cayo Mierda da esas fiestecitas para que el<strong>la</strong> se divierta —dijo Queta—<br />
. Las da para tener contentos a sus compinches.<br />
Estaba echada en <strong>la</strong> cama, boca arriba como él, los dos ya vestidos los dos fumando.<br />
Arrojaban <strong>la</strong> ceniza en una cajita <strong>de</strong> fósforos vacía que él tenía sobre el pecho; el cono <strong>de</strong> luz caía<br />
sobre sus pies, sus caras estaban en <strong>la</strong> sombra. No se oía música ni <strong>conversacion</strong>es; sólo, <strong>de</strong> rato en<br />
rato, el remoto quejido <strong>de</strong> una cerradura o el paso rugiente <strong>de</strong> un vehículo por <strong>la</strong> calle.<br />
—Ya me había dado cuenta que esas fiestecitas son interesadas —dijo Ambrosio—. ¿Usted<br />
cree que a <strong>la</strong> señora <strong>la</strong> tiene sólo por eso? ¿Para que agasaje a sus amigos?<br />
—No sólo por eso —se rió Queta, con una risita pausada e irónica, mirando el humo que<br />
arrojaba— También porque <strong>la</strong> loca es guapa y le aguanta sus vicios. ¿Qué fue lo que pasó?<br />
—También se los aguanta usted —dijo él, respetuosamente, sin <strong>la</strong><strong>de</strong>arse a mirar<strong>la</strong>.<br />
—¿Yo se los aguanto? —dijo Queta, <strong>de</strong>spacio; esperó unos segundos mientras apagaba <strong>la</strong><br />
colil<strong>la</strong>, y se volvió a reír, con <strong>la</strong> misma lenta risa burlona—. También los tuyos ¿no? Te cuesta caro<br />
venir a pasar un par <strong>de</strong> horas aquí ¿no?<br />
—Más me costaba en el bulín —dijo Ambrosio; y añadió, como en secreto—. Usted no me<br />
cobra el cuarto.<br />
—Pues a él le cuesta muchísimo más que a ti ¿ves? —dijo Queta—. Yo no soy lo mismo que<br />
el<strong>la</strong>. La loca no lo hace por p<strong>la</strong>ta, no es interesada. Tampoco porque lo quiera, c<strong>la</strong>ro. Lo hace<br />
porque es inocente. Yo soy como <strong>la</strong> segunda dama <strong>de</strong>l Perú, Quetita. Aquí vienen embajadores,<br />
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