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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />
—Faltan cuarenta maletas —gruñó Bermú<strong>de</strong>z, sin abrir <strong>la</strong> boca—. Partamos, quiero regresar a<br />
Chincha hoy mismo.<br />
La mujer miraba al sargento, que medía el aceite <strong>de</strong>l jeep. Se había sacado el mandil, el<br />
apretado vestido dibujaba su vientre combado, <strong>la</strong>s ca<strong>de</strong>ras que se <strong>de</strong>rramaban. Perdóneme por, le<br />
dio <strong>la</strong> mano el Teniente, robármelo a su esposo, pero el<strong>la</strong> no se rió. Bermú<strong>de</strong>z había subido al<br />
asiento trasero <strong>de</strong>l jeep y el<strong>la</strong> lo miraba como si lo odiara, pensó el Teniente, o no fuera a verlo más.<br />
Subió al jeep, vio a Bermú<strong>de</strong>z hacer a <strong>la</strong> mujer un vago adiós, y partieron. El sol ardía, <strong>la</strong>s calles<br />
estaban <strong>de</strong>siertas, un vaho nauseabundo ascendía <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el pavimento, los vidrios <strong>de</strong> <strong>la</strong>s casas<br />
<strong>de</strong>stel<strong>la</strong>ban.<br />
—¿Hace mucho que no va a Lima? —trató <strong>de</strong> ser amable el Teniente.<br />
—Voy dos o tres veces al año, por negocios —dijo sin afecto, sin gracia, <strong>la</strong> vocecita<br />
remolona, mecánica, <strong>de</strong>scontenta <strong>de</strong>l mundo—. Represento algunas firmas agríco<strong>la</strong>s aquí.<br />
—No llegamos a casarnos pero yo también tuve mi mujer —dice Ambrosio.<br />
—¿Y cómo es que no van bien sus negocios? —dijo el Teniente—. ¿No son ricachos los<br />
hacendados <strong>de</strong> aquí? ¿Mucho algodón, no?<br />
—¿Tuviste? —dice Santiago—. ¿Te peleaste con el<strong>la</strong>?<br />
—En otras épocas iban bien —dijo Bermú<strong>de</strong>z; no es el hombre más antipático <strong>de</strong>l Perú<br />
porque todavía está vivo el coronel Espina, pensó el Teniente, pero <strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l coronel quién sino<br />
éste—. Con el control <strong>de</strong> cambios, los algodoneros <strong>de</strong>jaron <strong>de</strong> ganar lo que antes, y ahora hay que<br />
sudar sangre para ven<strong>de</strong>rles una <strong>la</strong>mpa.<br />
—Se me murió allá en Pucallpa, niño —dice Ambrosio. Me <strong>de</strong>jó una hijita.<br />
—Bueno, por eso hemos hecho <strong>la</strong> revolución —dijo el Teniente, <strong>de</strong> buen humor—. Se acabó<br />
el caos. Ahora, con el Ejército arriba, todo el mundo en vereda. Ya verá que con Odría <strong>la</strong>s cosas van<br />
a ir mejor.<br />
—¿De veras? —bostezó Bermú<strong>de</strong>z—. Aquí cambian <strong>la</strong>s personas, Teniente, nunca <strong>la</strong>s cosas.<br />
—¿No lee los periódicos, no oye <strong>la</strong> radio? —insistió el Teniente, risueño—. Ya comenzó <strong>la</strong><br />
limpieza. Apristas, pillos, comunistas, todos en chirona. No va a quedar un pericote suelto en p<strong>la</strong>za.<br />
—¿Y qué fuiste a hacer a Pucallpa? —dice Santiago.<br />
—Saldrán otros —dijo ásperamente Bermú<strong>de</strong>z—. Para limpiar el Perú <strong>de</strong> pericotes tendrían<br />
que <strong>la</strong>nzarnos unas bombitas y <strong>de</strong>saparecernos <strong>de</strong>l mapa.<br />
—A trabajar, pues, niño —dice Ambrosio—. Mejor dicho, a buscar trabajo.<br />
—¿Eso va en serio o en broma? —dijo—el Teniente.<br />
—¿Mi viejo sabía que tú estabas allá? ——dice Santiago.<br />
—No me gusta bromear —dijo Bermú<strong>de</strong>z—. Siempre hablo en serio.<br />
El jeep atravesaba un valle, el aire olía a mariscos y a lo lejos se divisaban colinas terrosas,<br />
arenales. El sargento manejaba mordisqueando un cigarrillo y el Teniente tenía hundido el quepi<br />
hasta <strong>la</strong>s orejas: ven, se tomarían unas cervecitas, negro. Habían tenido una conversación <strong>de</strong><br />
amigos, don, me necesita había pensado Ambrosio, y por supuesto se trataba <strong>de</strong> <strong>la</strong> Rosa. Se había<br />
conseguido una camioneta, un fundito, y convencido a su amigo el Serrano. Y quería que también<br />
lo ayudara Ambrosio, por si había lío. ¿Qué lío podía haber, a ver? ¿Acaso tenía padre o hermanos<br />
<strong>la</strong> muchacha? No, sólo a <strong>la</strong> Túmu<strong>la</strong>, basura. Él encantado <strong>de</strong> ayudarlo, sólo que. No lo asustaba <strong>la</strong><br />
Túmu<strong>la</strong>, don Cayo, ni <strong>la</strong> gente <strong>de</strong> <strong>la</strong> ranchería, ¿pero y su papá, don Cayo? Porque si el Buitre se<br />
enteraba a don Cayo sólo le caería su paliza, pero ¿y a él? No se iba a enterar, negro, se iba a Lima<br />
por tres días y cuando volviera <strong>la</strong> Rosa estaría en <strong>la</strong> ranchería <strong>de</strong> nuevo. Ambrosio se había tragado<br />
el cuento, don, lo ayudó engañado.<br />
Porque una cosa era que se robara a <strong>la</strong> muchacha por una noche, se sacara el c<strong>la</strong>vo y <strong>la</strong><br />
soltara, y otra ¿no, don? que se casara con el<strong>la</strong>. El bandido <strong>de</strong> don Cayo los había hecho tontos a él<br />
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