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vargas_llosa,_mario-conversacion_de_la_catedral

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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />

No que estuviera más gordo ni más f<strong>la</strong>co, no que se hubiera vuelto insolente. Está como<br />

furioso, pensó Queta, pero no conmigo ni con nadie, sino con él.<br />

—¿O estás asustado? —dijo, burlándose—. Ya no eres el sirviente <strong>de</strong> Cayo Mierda, ahora<br />

pue<strong>de</strong>s venir aquí cuando te dé <strong>la</strong> gana. ¿O Bo<strong>la</strong> <strong>de</strong> Oro te ha prohibido que salgas <strong>de</strong> noche?<br />

No se encolerizó, no se turbó. Pestañeó una so<strong>la</strong> vez, y estuvo unos segundos sin respon<strong>de</strong>r,<br />

rumiando <strong>de</strong>spacio, buscando <strong>la</strong>s pa<strong>la</strong>bras.<br />

—Si he venido por gusto, mejor me voy —dijo al fin, mirándo<strong>la</strong> a los ojos sin temor—.<br />

Dígamelo <strong>de</strong> una vez.<br />

—Convídame un trago —Queta se encaramó en una <strong>de</strong> <strong>la</strong>s banquetas y se apoyó en <strong>la</strong> pared,<br />

irritada ya puedo pedir un whisky, supongo.<br />

—Pue<strong>de</strong> pedir lo que quiera, pero arriba —dijo él, suavemente, muy serio—. ¿Vamos a subir<br />

o quiere que me vaya?<br />

—Has aprendido malos modales con Bo<strong>la</strong> <strong>de</strong> Oro —dijo Queta, secamente.<br />

—Quiere <strong>de</strong>cir que es no —murmuró él, levantándose <strong>de</strong> <strong>la</strong> banqueta—. Entonces, buenas<br />

noches.<br />

Pero <strong>la</strong> mano <strong>de</strong> Queta lo contuvo cuando ya daba media vuelta. Lo vio inmovilizarse,<br />

volverse y mirar<strong>la</strong> cal<strong>la</strong>do con sus ojos urgentes. ¿Por qué?, pensó, asombrada y furiosa, era por<br />

curiosidad, era por él esperaba como una estatua. Quinientos, más sesenta <strong>de</strong>l cuarto y por única<br />

vez, y se oía y apenas se reconocía <strong>la</strong> voz, ¿era por?, ¿entendía? Y él, moviendo ligeramente <strong>la</strong><br />

cabeza: entendía. Le pidió el dinero <strong>de</strong>l cuarto, le or<strong>de</strong>nó que subiera y <strong>la</strong> esperara en el doce y<br />

cuando él <strong>de</strong>sapareció en <strong>la</strong> escalera ahí estaba Robertito, una maléfica sonrisa agridulce en su cara<br />

<strong>la</strong>mpiña, haciendo tintinear <strong>la</strong> l<strong>la</strong>vecita contra el mostrador. Queta le arrojó el dinero a <strong>la</strong>s manos.<br />

—Vaya, Quetita, no me lo creo —si<strong>la</strong>beó él, con exquisito p<strong>la</strong>cer, achinando los ojos—. Te<br />

vas a ocupar con el morenito.<br />

—Dame <strong>la</strong> l<strong>la</strong>ve —dijo Queta—. Y no me hables, maricón, ya sabes que no te puedo sentir.<br />

—Qué sobrada te has vuelto <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que te juntas con <strong>la</strong> familia Bermú<strong>de</strong>z —dijo Robertito,<br />

riéndose—. Vienes poco y cuando vienes nos tratas como al perro, Quetita.<br />

El<strong>la</strong> le arranchó <strong>la</strong> l<strong>la</strong>ve. A media escalera se dio con Malvina que bajaba muerta <strong>de</strong> risa: pero<br />

si ahí estaba el sambito <strong>de</strong>l año pasado, Queta. Seña<strong>la</strong>ba hacia arriba y <strong>de</strong> pronto se le encendieron<br />

los ojos, ah, había venido por ti, y dio una palmada. Pero qué te pasaba, Quetita.<br />

—El mierda ése <strong>de</strong> Robertito —dijo Queta—. No le aguanto más sus insolencias.<br />

—Estará envidioso, no le hagas caso —se rió Malvina—. Todo el mundo te tiene ahora<br />

envidia, Quetita. Mejor para ti, tonta.<br />

Él <strong>la</strong> estaba esperando en <strong>la</strong> puerta <strong>de</strong>l doce. Queta abrió y él entró y se sentó en <strong>la</strong> esquina <strong>de</strong><br />

<strong>la</strong> cama.<br />

Echó l<strong>la</strong>ve a <strong>la</strong> puerta, pasó al cuartito <strong>de</strong>l <strong>la</strong>vatorio, corrió <strong>la</strong> cortina; encendió <strong>la</strong> luz, y metió<br />

entonces <strong>la</strong> cabeza en <strong>la</strong> habitación. Lo vio quieto, serio, bajo el foco <strong>de</strong> luz con pantal<strong>la</strong> abombada,<br />

oscuro sobre <strong>la</strong> colcha rosada.<br />

—¿Esperas que yo te <strong>de</strong>svista? —dijo, <strong>de</strong> mal modo—. Ven que te <strong>la</strong>ve.<br />

Lo vio levantarse y acercarse sin quitarle <strong>la</strong> mirada, que había perdido el aplomo y <strong>la</strong> prisa y<br />

recobrado <strong>la</strong> docilidad <strong>de</strong> <strong>la</strong> primera vez. Cuando estuvo <strong>de</strong><strong>la</strong>nte <strong>de</strong> el<strong>la</strong>, se llevó <strong>la</strong> mano al bolsillo<br />

en un movimiento rápido y casi atolondrado, como si recordara algo esencial. Le alcanzó los<br />

billetes estirando una mano lenta y un poco avergonzada, ¿se pagaba por a<strong>de</strong><strong>la</strong>ntado, no?, como si<br />

estuviera entregándole una carta con ma<strong>la</strong>s noticias: ahí estaban, podía contarlos.<br />

—Ya ves, este capricho te cuesta caro —dijo Queta, alzando los hombros—. Bueno, tú sabes<br />

lo que haces. Sácate el pantalón, déjame <strong>la</strong>varte <strong>de</strong> una vez.<br />

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