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vargas_llosa,_mario-conversacion_de_la_catedral

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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />

Desapareció en el pasillo y el hombre cerró <strong>la</strong> puerta. Se volvió hacia el<strong>la</strong>s y <strong>la</strong> luz <strong>de</strong> <strong>la</strong><br />

lámpara lo iluminó <strong>de</strong> pies a cabeza. Su cara estaba cuarteada. En sus ojillos había un brillo rancio y<br />

frustrado. Sacó unos billetes <strong>de</strong> su cartera y los puso sobre un sillón.<br />

Se les acercó, acomodándose <strong>la</strong> corbata.<br />

—Para que se consuelen <strong>de</strong> mi partida –murmuró <strong>de</strong> mal modo, apuntando con un <strong>de</strong>do los<br />

billetes y or<strong>de</strong>nó a Queta—: Te mandaré a buscar mañana. A eso <strong>de</strong> <strong>la</strong>s nueve.<br />

—A esa hora no puedo salir —dijo Queta, rápidamente, echando una mirada a Malvina.<br />

—Ya verás que sí —dijo él, secamente—. A eso <strong>de</strong> <strong>la</strong>s nueve, ya sabes.<br />

—¿Así que a mí me basureas, amorcito? —se rió Malvina empinándose para observar los<br />

billetes <strong>de</strong>l sillón—. Así que te l<strong>la</strong>mas Cayo. ¿Cayo qué?<br />

—Cayo Mierda —dijo él, camino a <strong>la</strong> puerta, sin volverse. Salió y cerró con fuerza.<br />

—ACABAN <strong>de</strong> l<strong>la</strong>marte <strong>de</strong> tu casa, Zavalita —dijo Solórzano, al verlo entrar en <strong>la</strong><br />

redacción—. Algo urgente. Sí, tu papá, creo.<br />

Corrió al primer escritorio, marcó el número, <strong>la</strong>rgas l<strong>la</strong>madas hirientes, una <strong>de</strong>sconocida voz<br />

serrana: el señor no estaba, nadie estaba. Habían cambiado <strong>de</strong> mayordomo otra vez y ése ni sabía<br />

quién eras, Zavalita.<br />

—Soy Santiago, el hijo <strong>de</strong>l señor —repitió, alzando <strong>la</strong> voz—. ¿Qué le pasa a mi papá?<br />

¿Dón<strong>de</strong> está?<br />

—Enfermo —dijo el mayordomo—. En <strong>la</strong> clínica está. No sabe en cuál, señor.<br />

Pidió una libra a Solórzano y tomó un taxi. Al entrar a <strong>la</strong> Clínica Americana vio a <strong>la</strong> Teté,<br />

l<strong>la</strong>mando por teléfono <strong>de</strong>s<strong>de</strong> <strong>la</strong> Administración; un muchacho que no era el Chispas <strong>la</strong> tenía <strong>de</strong>l<br />

hombro y sólo cuando estuvo muy cerca reconoció a Popeye. Lo vieron, <strong>la</strong> Teté colgó.<br />

—Ya está mejor, ya está mejor —tenía los ojos llorosos, <strong>la</strong> voz quebrada—. Pero creímos que<br />

se moría, Santiago.<br />

—Hace una hora que te l<strong>la</strong>mamos, f<strong>la</strong>co —dijo Popeye—. A tu pensión, a "La Crónica". Ya<br />

me iba a buscarte en el auto.<br />

—Pero no fue esa vez —dice Santiago—. Murió al segundo ataque, Ambrosio. Un año y<br />

medio <strong>de</strong>spués.<br />

Había sido a <strong>la</strong> hora <strong>de</strong>l té. Don Fermín había regresado a <strong>la</strong> casa más temprano que <strong>de</strong><br />

costumbre; no se sentía bien, temía una gripe. Había tomado un té caliente, un trago <strong>de</strong> coñac y<br />

estaba leyendo Selecciones, bien arropado en su sillón <strong>de</strong>l escritorio, cuando <strong>la</strong> Teté y Popeye, que<br />

oían discos en <strong>la</strong> sa<strong>la</strong>, sintieron el golpe. Santiago cierra los ojos: el macizo cuerpo <strong>de</strong> bruces en <strong>la</strong><br />

alfombra, el rostro inmovilizado en una mueca <strong>de</strong> dolor o <strong>de</strong> espanto, <strong>la</strong> manta y <strong>la</strong> revista caídas.<br />

Los gritos que daría <strong>la</strong> mamá, <strong>la</strong> confusión que habría. Lo habían abrigado con frazadas, subido al<br />

automóvil <strong>de</strong> Popeye, traído a <strong>la</strong> clínica. A pesar <strong>de</strong> <strong>la</strong> barbaridad que hicieron uste<strong>de</strong>s moviéndolo<br />

ha resistido muy bien el infarto, había dicho el médico. Necesitaba guardar reposo absoluto, pero ya<br />

no había nada que temer. En el pasillo, junto al cuarto, estaba <strong>la</strong> señora Zoi<strong>la</strong> y el tío Clodomiro y el<br />

Chispas <strong>la</strong> calmaban. Su madre le alcanzó <strong>la</strong> mejil<strong>la</strong> para que <strong>la</strong> besara, pero no dijo pa<strong>la</strong>bra y miró<br />

a Santiago como reprochándole algo.<br />

—Ya ha recuperado el conocimiento —dijo el tío Clodomiro—. Cuando salga <strong>la</strong> enfermera<br />

podrás verlo.<br />

—Sólo un ratito —dijo el Chispas—. El doctor no quiere que hable.<br />

Ahí estaba el amplio cuarto <strong>de</strong> pare<strong>de</strong>s color ver<strong>de</strong> limón, <strong>la</strong> antesa<strong>la</strong> <strong>de</strong> cortinas floreadas, y<br />

él, Zavalita, con un pijama <strong>de</strong> seda granate. La <strong>la</strong>mparil<strong>la</strong> <strong>de</strong>l ve<strong>la</strong>dor iluminaba <strong>la</strong> cama con una<br />

escasa luz <strong>de</strong> iglesia.<br />

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