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vargas_llosa,_mario-conversacion_de_la_catedral

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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />

—Y se echó a reír —susurró Ambrosio—. Y yo también, pero no me salía. No podía. Estaba<br />

muy nervioso, ya sabía.<br />

Queta no se rió: se había <strong>la</strong><strong>de</strong>ado, apoyado en su brazo y lo miraba. Él seguía <strong>de</strong> espaldas,<br />

inmóvil, había <strong>de</strong>jado <strong>de</strong> fumar y su mano yacía muerta sobre su rodil<strong>la</strong> <strong>de</strong>snuda. Pasó un auto, un<br />

perro <strong>la</strong>dró. Ambrosio había cerrado los ojos y respiraba con <strong>la</strong>s narices muy abiertas. Su pecho<br />

subía y bajaba lentamente.<br />

—¿Era <strong>la</strong> primera vez? —dijo Queta—. ¿Antes nunca nadie te había?<br />

—Sí, sentía miedo —se quejó él—. Subí por Brasil, por Alfonso Ugarte, crucé el Puente <strong>de</strong>l<br />

Ejército y los dos cal<strong>la</strong>dos. Sí, <strong>la</strong> primera vez. No había ni un alma en <strong>la</strong>s calles. En <strong>la</strong> carretera tuve<br />

que poner <strong>la</strong>s luces altas porque había neblina. Estaba tan nervioso que empecé a acelerar. De<br />

repente vi <strong>la</strong> aguja en noventa, en cien ¿ve? Fue ahí. Pero no choqué.<br />

—Ya apagaron <strong>la</strong>s luces <strong>de</strong> <strong>la</strong> calle —se distrajo un instante Queta, y volvió—: ¿Sentiste qué?<br />

—Pero no choqué, no choqué —repitió él con furia, estrujando <strong>la</strong> rodil<strong>la</strong>—. Sentí que me<br />

<strong>de</strong>sperté, sentí que, pero pu<strong>de</strong> frenar.<br />

De golpe, como si en <strong>la</strong> mojada carretera hubiera surgido un intempestivo camión, un burro,<br />

un árbol, un hombre, el auto patinó chirriando salvajemente y chicoteó a <strong>de</strong>recha e izquierda y<br />

zigzagueó, pero sin salirse <strong>de</strong> <strong>la</strong> carretera. Brincando, crujiendo; recuperó el equilibrio cuando<br />

pareció que se volcaba y ahora Ambrosio disminuyó <strong>la</strong> velocidad, temb<strong>la</strong>ndo.<br />

—¿Usted cree que en el frenazo, con <strong>la</strong> patinada me soltó? —se quejó Ambrosio, vaci<strong>la</strong>ndo—<br />

. La mano seguía aquí, así.<br />

—Quién te or<strong>de</strong>nó parar —dijo <strong>la</strong> voz <strong>de</strong> don Fermín—. He dicho a Ancón.<br />

—Y <strong>la</strong> mano ahí, aquí —susurró Ambrosio—. Yo no podía pensar y arranqué <strong>de</strong> nuevo y no<br />

sé. No sé ¿ve? De repente otra vez noventa, cien en <strong>la</strong> aguja. No me había soltado. La mano seguía<br />

así.<br />

—Te caló apenas te vio —murmuró Queta, echándose <strong>de</strong> espaldas—. Una ojeada y vio que te<br />

haces humo si te tratan mal. Te vio y se dio cuenta que si te ganan <strong>la</strong> moral te vuelves un trapo.<br />

—Pensaba voy a chocar y aumentaba <strong>la</strong> velocidad —se quejó Ambrosio, ja<strong>de</strong>ando—. La<br />

aumentaba ¿ve?<br />

—Se dio cuenta que te morirías <strong>de</strong> miedo —dijo Queta con sequedad, sin compasión—. Que<br />

no harías nada, que contigo podía hacer lo que quería.<br />

—Voy a chocar, voy a chocar —ja<strong>de</strong>ó Ambrosio—. Y hundía el pie. Sí, tenía miedo ¿ve?<br />

—Tenías miedo porque eres un servil —dijo Queta con asco—. Porque él es b<strong>la</strong>nco y tú no,<br />

porque él es rico y tú no. Porque estás acostumbrado a que hagan contigo lo que quieran.<br />

—La cabeza me daba sólo para eso —susurró Ambrosio, más agitado—. Si no me suelta voy<br />

a chocar. Y su mano aquí, así. ¿Ve? Así hasta Ancón.<br />

AMBROSIO había vuelto <strong>de</strong> "Transportes Morales” con una cara que Amalia<br />

inmediatamente había pensado le fue mal. No le había preguntado nada. Lo había visto cruzar a su<br />

<strong>la</strong>do silencioso y sin mirar<strong>la</strong>, salir a <strong>la</strong> huerta, sentarse en <strong>la</strong> silleta <strong>de</strong>sfondada, sacarse los zapatos,<br />

pren<strong>de</strong>r un cigarrillo rascando el fósforo con ira y ponerse a mirar <strong>la</strong> yerba con ojos asesinos.<br />

—Esa vez no hubo chifita ni cervecio<strong>la</strong>s —dice Ambrosio—. Entré a su oficina y ahí nomás<br />

me aguantó con un gesto que quería <strong>de</strong>cir estás salmuera, negro.<br />

A<strong>de</strong>más se había llevado el índice <strong>de</strong> <strong>la</strong> mano <strong>de</strong>recha al cogote y serruchado, y luego a <strong>la</strong><br />

sien y disparado: pum, Ambrosio. Pero sin <strong>de</strong>jar <strong>de</strong> sonreír con su cara ancha y sus saltones ojos<br />

experimentados. Se abanicaba con un periódico: mal negro, pura pérdida.<br />

Casi no se habían vendido ataú<strong>de</strong>s y estos dos últimos meses él había tenido que pagar <strong>de</strong> su<br />

bolsillo el alquiler <strong>de</strong>l local, el sueldito <strong>de</strong>l idiota y lo que se <strong>de</strong>bía a los carpinteros: ahí estaban los<br />

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