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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />
IV<br />
—LA SABIDURÍA <strong>de</strong> <strong>la</strong>s mujeres —dijo Carlitos—. Si Ana lo hubiera. pensado no le habría<br />
salido tan bien.<br />
Pero no lo pensó, <strong>la</strong>s mujeres nunca premeditan estas cosas. Se <strong>de</strong>jan guiar por el instinto y<br />
nunca les fal<strong>la</strong>, Zavalita.<br />
¿Era ese benigno, intermitente malestar que reapareció cuando Ana se fue a vivir a Ica,<br />
Zavalita, ese b<strong>la</strong>ndo <strong>de</strong>sasosiego que te sorprendía en los colectivos calcu<strong>la</strong>ndo cuánto falta para el<br />
domingo? Tuvo que cambiar al día sábado el almuerzo en casa <strong>de</strong> sus padres. Los domingos partía<br />
muy temprano en un colectivo que venía a recogerlo a <strong>la</strong> pensión. Dormía todo el viaje, estaba con<br />
Ana hasta el anochecer y regresaba.<br />
Andabas en bancarrota con esos viajes semanales, piensa, <strong>la</strong>s cervezas <strong>de</strong>l "Negro—Negro"<br />
ahora <strong>la</strong>s pagaba siempre Carlitos. ¿Eso es amor, Zavalita?<br />
—Allá tú, allá tú —dijo Carlitos—. Allá uste<strong>de</strong>s dos, Zavalita.<br />
Había conocido por fin a los padres <strong>de</strong> Ana. Él era un huancaíno gordo locuaz que se había<br />
pasado <strong>la</strong> vida dando c<strong>la</strong>ses <strong>de</strong> Historia y Castel<strong>la</strong>no en los Colegios Nacionales, y <strong>la</strong> madre una<br />
mu<strong>la</strong>ta agresivamente amable. Tenían una casa vecina a los <strong>de</strong>sportil<strong>la</strong>dos patios <strong>de</strong> <strong>la</strong> Unidad<br />
Esco<strong>la</strong>r y lo recibían con una hospitalidad ruidosa y re<strong>la</strong>mida. Ahí estaban los abundantes<br />
almuerzos que te infligían los domingos, ahí <strong>la</strong>s angustiosas miradas que cambiaban con Ana<br />
pensando a qué hora acaba el <strong>de</strong>sfile <strong>de</strong> p<strong>la</strong>tos. Cuando acababan, él y Ana salían a pasear por <strong>la</strong>s<br />
calles rectas y siempre soleadas, entraban a algún cine a acariciarse, tomaban refrescos en <strong>la</strong> P<strong>la</strong>za,<br />
volvían a <strong>la</strong> casa a char<strong>la</strong>r y besarse <strong>de</strong> prisa en un saloncito atestado <strong>de</strong> huacos. A veces Ana venía<br />
a pasar el fin <strong>de</strong> semana don<strong>de</strong> unos parientes y podían acostarse juntos unas horas en algún hotelito<br />
<strong>de</strong>l centro.<br />
—Ya sé que no me estás pidiendo consejo —dijo Carlitos—. Por eso no te lo doy.<br />
Había sido en una <strong>de</strong> esas rápidas venidas <strong>de</strong> Ana a Lima, un atar<strong>de</strong>cer, al encontrarse en <strong>la</strong><br />
puerta <strong>de</strong>l cine Roxy. Se mordía los <strong>la</strong>bios, piensa, su nariz palpitaba, había susto en sus ojos,<br />
balbuceaba: ya sé que te has cuidado amor, yo también siempre amor, no sabía qué había pasado<br />
amor. Santiago <strong>la</strong> tomó <strong>de</strong>l brazo y, en vez <strong>de</strong>l cine, fueron a un café. Habían conversado con calma<br />
y Ana aceptado que no podía nacer. Pero se le saltaron <strong>la</strong>s lágrimas y habló mucho <strong>de</strong>l miedo que<br />
tenía a sus padres y se <strong>de</strong>spidió adolorida y con rencor.<br />
—No te lo pido porque ya sé cuál sería —dijo Santiago—. No te cases.<br />
A los dos días Carlitos había averiguado <strong>la</strong> dirección <strong>de</strong> una mujer y Santiago fue a ver<strong>la</strong>, a<br />
una ruinosa casita <strong>de</strong> <strong>la</strong>drillos <strong>de</strong> los Barrios Altos. Era fornida, sucia y <strong>de</strong>sconfiada y lo <strong>de</strong>spidió <strong>de</strong><br />
mal modo: estaba muy equivocado, joven, el<strong>la</strong> no cometía crímenes. Había sido una semana <strong>de</strong><br />
exasperantes idas y venidas, <strong>de</strong> mal gusto en <strong>la</strong> boca y sobresalto continuo, <strong>de</strong> char<strong>la</strong>s afanosas con<br />
Carlitos y amaneceres <strong>de</strong>sve<strong>la</strong>dos en <strong>la</strong> pensión: era enfermera, conocía tantas parteras, tantos<br />
médicos, no quería, era una trampa que te tendía.<br />
Por fin Norwin había encontrado un médico <strong>de</strong> pocos clientes que, luego <strong>de</strong> tortuosas<br />
evasivas, aceptó. Pedía mil quinientos soles y entre Santiago, Carlitos y Norwin habían tardado tres<br />
días en juntarlos. L<strong>la</strong>mó a Ana por teléfono: ya está, todo arreg<strong>la</strong>do, que viniera a Lima cuanto<br />
antes. Haciéndole notar por el tono <strong>de</strong> <strong>la</strong> voz que le echabas <strong>la</strong> culpa, piensa, y que no <strong>la</strong><br />
perdonabas.<br />
—Sí, sería ése, pero por puro egoísmo —dijo Carlitos—. No tanto por ti como por mí. Ya no<br />
voy a tener quien me cuente sus penas, con quien amanecerme en el antro. Allá tú, Zavalita.<br />
El jueves, alguien que venía <strong>de</strong> Ica <strong>de</strong>jó <strong>la</strong> carta <strong>de</strong> Ana en <strong>la</strong> pensión <strong>de</strong> Barranco: ya podías<br />
dormir tranquilo amor. Una profunda tristeza asfixiada <strong>de</strong> huachafería, piensa, había convencido a<br />
un doctor y ya todo pasó, <strong>la</strong>s pelícu<strong>la</strong>s mexicanas, todo muy doloroso y muy triste y ahora estaba en<br />
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