You also want an ePaper? Increase the reach of your titles
YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.
C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />
ministros. La pobre loca. Parece que no se diera cuenta que van a San Miguel como al bur<strong>de</strong>l. Cree<br />
que son sus amigos, que van por el<strong>la</strong>.<br />
—Don Cayo sí se da cuenta —murmuró Ambrosio—. No me consi<strong>de</strong>ran su igual estos hijos<br />
<strong>de</strong> puta, dice. Me lo dijo un montón <strong>de</strong> veces cuando trabajaba con él. Y que lo adu<strong>la</strong>n porque lo<br />
necesitan.<br />
—El que los adu<strong>la</strong> es él —dijo Queta, y sin transición—: ¿Qué fue, cómo pasó? Esa noche, en<br />
esa fiestecita.<br />
—Yo lo había visto ahí varias veces —dijo Ambrosio, y hubo un cambio ligerísimo en su<br />
voz: una especie <strong>de</strong> fugitivo movimiento retráctil—. Sabía que se tuteaba con <strong>la</strong> señora, por<br />
ejemplo. Des<strong>de</strong> que comencé con don Cayo su cara me era conocida. Lo había visto veinte veces<br />
quizás. Pero creo que él nunca me había visto a mí. Hasta esa fiestecita, esa vez.<br />
—¿Y por qué te hicieron entrar? —se distrajo Queta—. ¿Te habían hecho entrar a alguna<br />
fiestecita otra vez?<br />
—Sólo una vez, esa vez —dijo Ambrosio—. Ludovico estaba enfermo y don Cayo lo había<br />
mandado a dormir. Yo estaba en el auto, sabiendo que me daría un sentanazo <strong>de</strong> toda <strong>la</strong> noche, y en<br />
eso salió <strong>la</strong> señora y me dijo ven a ayudar.<br />
—¿La loca? —dijo Queta, riéndose—. ¿A ayudar?<br />
—A ayudar <strong>de</strong> verdad, <strong>la</strong> habían botado a <strong>la</strong> muchacha, o se había ido o algo —dijo<br />
Ambrosio—. Ayudar a pasar p<strong>la</strong>tos, a abrir botel<strong>la</strong>s, a sacar más hielo. Yo nunca había hecho eso,<br />
imagínese. —Se calló, se rió—. Ayudé pero mal. Rompí dos vasos.<br />
—¿Quiénes estaban? —dijo Queta—. ¿La China, Lucy, Carmincha? ¿Cómo ninguna se dio<br />
cuenta?<br />
—No conozco sus nombres —dijo Ambrosio—. No, no había mujeres. Sólo tres o cuatro<br />
hombres. Y a él yo lo había estado viendo, en esas entradas con el hielo o los p<strong>la</strong>tos. Se tomaba sus<br />
tragos pero no perdía los estribos, como los otros. No se emborrachó. O no parecía.<br />
—Es elegante, <strong>la</strong>s canas le sientan —dijo Queta—. Debe haber sido buen mozo <strong>de</strong> joven.<br />
Pero tiene algo que fastidia. Se cree un emperador.<br />
—No —insistió Ambrosio, con firmeza—. No hacía ninguna locura, no se disforzaba. Se<br />
tomaba sus copas y nada más. Yo lo estaba viendo. No, no se cree nada. Yo lo conozco, yo sé.<br />
—Pero qué te l<strong>la</strong>mó <strong>la</strong> atención —dijo Queta—. Qué tenía <strong>de</strong> raro que te mirara.<br />
—Nada <strong>de</strong> raro —murmuró Ambrosio, como excusándose. Su voz se había apagado y era<br />
íntima y <strong>de</strong>nsa. Explicó <strong>de</strong>spacio—: Me habría mirado antes cien veces, pero <strong>de</strong> repente me pareció<br />
que se dio cuenta que me estaba mirando. Ya no más como a una pared. ¿Ve?<br />
—La loca estaría cayéndose, no se dio cuenta —se distrajo Queta—. Se quedó asombrada<br />
cuando supo que te ibas a trabajar con él. ¿Estaba cayéndose?<br />
—Yo entraba a <strong>la</strong> sa<strong>la</strong> y sabía que ahí mismo se ponía a mirarme— susurró Ambrosio—.<br />
Tenía los ojos medio riendo, medio bril<strong>la</strong>ndo. Como si estuviera diciéndome algo. ¿Ve?<br />
—¿Y todavía no te diste cuenta? —dijo Queta—. Te apuesto que Cayo Mierda sí.<br />
—Me di cuenta que era rara esa manera <strong>de</strong> mirar —murmuró Ambrosio—. Por lo disimu<strong>la</strong>da.<br />
Levantaba el vaso, para que don Cayo creyera que iba a tomar un trago, y yo me daba cuenta que no<br />
era para eso. Me ponía los ojos encima y no me los quitaba hasta que salía <strong>de</strong>l cuarto.<br />
Queta se echó a reír y él se calló al instante. Esperó, inmóvil, que el<strong>la</strong> <strong>de</strong>jara <strong>de</strong> reír. Ahora<br />
fumaban <strong>de</strong> nuevo los dos, tumbados <strong>de</strong> espalda, y él había posado su mano sobre <strong>la</strong> rodil<strong>la</strong> <strong>de</strong> el<strong>la</strong>.<br />
No <strong>la</strong> acariciaba, <strong>la</strong> <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong>scansar ahí, tranqui<strong>la</strong>. No hacía calor, pero en el segmento <strong>de</strong> piel<br />
<strong>de</strong>snuda en que se tocaban sus brazos, había brotado el sudor. Se oyó una voz en el pasillo,<br />
alejándose. Luego un auto <strong>de</strong> motor quejumbroso.<br />
Queta miró el reloj <strong>de</strong>l ve<strong>la</strong>dor: eran <strong>la</strong>s dos.<br />
295