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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />
VII<br />
EL DOMINGO Amalia se <strong>de</strong>moró una hora arreglándose y hasta Símu<strong>la</strong>, siempre tan seca, le<br />
bromeó caramba, qué preparativos para <strong>la</strong> salida. Ambrosio estaba ya en el para<strong>de</strong>ro cuando el<strong>la</strong><br />
llegó y le apretó <strong>la</strong> mano tan fuerte que Amalia dio un gritito. Ay, se reía, contento, terno azul, una<br />
camisa tan b<strong>la</strong>nca como sus dientes, una corbatita <strong>de</strong> motas rojas y b<strong>la</strong>ncas: siempre lo tenías saltón,<br />
Amalia, ahora también había estado dudando si me <strong>de</strong>jarías p<strong>la</strong>ntado. El tranvía vino semivacío y,<br />
antes <strong>de</strong> que el<strong>la</strong> se sentara, Ambrosio sacó su pañuelo y sacudió el asiento. La ventana para <strong>la</strong><br />
reina, dijo, doblándose en dos. Qué buen humor, cómo cambiaba, y se lo dijo: qué distinto te pones<br />
cuando no tienes miedo <strong>de</strong> que te vayan a chapar conmigo. Y él estaba contento porque se acordaba<br />
<strong>de</strong> otros tiempos, Amalia. El conductor los miraba divertido con los boletos en <strong>la</strong> mano y Ambrosio<br />
lo <strong>de</strong>spachó diciéndole ¿se le ofrece algo más? Lo asustaste, dijo Amalia, y él sí, esta vez no se le<br />
iba a cruzar nadie, ni un conductor, ni un textil. La miró a los ojos, serio: ¿yo me porté mal, yo me<br />
fui con otra? Portarse mal era cuando uno <strong>de</strong>jaba a su mujer por otra, Amalia, nos peleamos porque<br />
no comprendiste lo que te pedí. Si no hubiera sido tan caprichosa, tan engreída, se habrían seguido<br />
viendo en <strong>la</strong> calle y trató <strong>de</strong> pasarle el brazo por el hombro pero Amalia se lo retiró: suéltame, te<br />
portaste mal, y se oyeron risitas. El tranvía se había llenado. Estuvieron un rato cal<strong>la</strong>dos y <strong>de</strong>spués<br />
él cambió <strong>de</strong> conversación: irían un momentito a ver a Ludovico, Ambrosio tenía que hab<strong>la</strong>rle,<br />
<strong>de</strong>spués se quedarían solos y harían lo que Amalia quisiera. El<strong>la</strong> le contó cómo don Cayo y don<br />
Fermín alzaban <strong>la</strong> voz en el escritorio y que el señor dijo <strong>de</strong>spués que don Fermín era una rata. Rata<br />
será él, dijo Ambrosio, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> ser tan amigos ahora está queriendo hundirlo en sus negocios. En<br />
el centro tomaron un ómnibus al Rímac y caminaron un par <strong>de</strong> cuadras. Era aquí, Amalia, en <strong>la</strong><br />
calle Chic<strong>la</strong>yo. Lo siguió hasta el fondo <strong>de</strong> un pasillo, lo vio sacar una l<strong>la</strong>ve.<br />
—¿Me crees tonta? —dijo, cogiéndolo <strong>de</strong>l brazo—. Tu. amigo no está ahí. La casa está vacía.<br />
—Ludovico vendrá más tar<strong>de</strong> —dijo Ambrosio—. Lo esperaremos conversando.<br />
—Vamos a conversar caminando —dijo Amalia— No voy a entrar ahí.<br />
Discutieron en el patio <strong>de</strong> losetas fangosas, observados por chiquillos que habían <strong>de</strong>jado <strong>de</strong><br />
corretear, hasta que Ambrosio abrió <strong>la</strong> puerta y <strong>la</strong> hizo entrar, <strong>de</strong> un jalón, riéndose. Amalia vio<br />
todo oscuro unos segundos hasta que Ambrosio prendió <strong>la</strong> luz.<br />
SALIÓ <strong>de</strong> <strong>la</strong> oficina a un cuarto para <strong>la</strong>s cinco y Ludovico estaba ya en el auto, sentado junto<br />
a Ambrosio. Al paseo Colón, al. club Cajamarca. Estuvo cal<strong>la</strong>do y con los ojos bajos durante el<br />
trayecto, dormir más, dormir más. Ludovico lo acompañó hasta <strong>la</strong> puerta <strong>de</strong>l club: ¿entraba, don<br />
Cayo? No, espera aquí. Comenzaba a subir <strong>la</strong> escalera cuando vio aparecer en el rel<strong>la</strong>no <strong>la</strong> silueta<br />
alta, <strong>la</strong> cabeza gris <strong>de</strong>l senador Heredia y sonrió: a lo mejor <strong>la</strong> señora Heredia estaba aquí. Llegaron<br />
todos ya, le dio <strong>la</strong> mano el senador, un mi<strong>la</strong>gro <strong>de</strong> puntualidad tratándose <strong>de</strong> peruanos. Que pasara,<br />
<strong>la</strong> reunión sería en el salón <strong>de</strong> recepciones. Luces encendidas, espejos <strong>de</strong> marcos dorados en <strong>la</strong>s<br />
vetustas pare<strong>de</strong>s, fotografías <strong>de</strong> vejestorios bigotudos, hombres apiñados que <strong>de</strong>jaron <strong>de</strong> murmurar<br />
al verlos entrar: no, no había ninguna mujer. Se acercaron los diputados, le presentaron a los otros:<br />
nombres y apellidos, manos, mucho gusto, buenas tar<strong>de</strong>s, pensaba <strong>la</strong> señora Heredia y ¿Hortensia,<br />
Queta, Maclovia?, oía a sus ór<strong>de</strong>nes, encantado, y entreveía chalecos abotonados, cuellos duros,<br />
pañuelitos rígidos estirados en los bolsillos <strong>de</strong> los sacos, mejil<strong>la</strong>s amoratadas, y mozos <strong>de</strong> chaqueta<br />
b<strong>la</strong>nca que pasaban bebidas, bocaditos. Aceptó un vaso <strong>de</strong> naranjada y pensó tan distinguida, tan<br />
b<strong>la</strong>nca, esas manos tan cuidadas, esos modales <strong>de</strong> mujer acostumbrada a mandar, y pensó Queta tan<br />
morena, tan tosca, tan vulgar, tan acostumbrada a servir.<br />
—Si quiere, empezamos <strong>de</strong> una vez, don Cayo —dijo el senador Heredia.<br />
—Sí, senador —el<strong>la</strong> y Queta— sí, cuando quiera.<br />
Los mozos ja<strong>la</strong>ban <strong>la</strong>s sil<strong>la</strong>s, los hombres tomaban asiento con sus copitas <strong>de</strong> pisco—sauer en<br />
<strong>la</strong>s manos, serían una veintena, él y el senador Heredia se insta<strong>la</strong>ron frente a ellos. Bueno, aquí<br />
estaban reunidos para esta conversación informal sobre <strong>la</strong> visita <strong>de</strong>l Presi<strong>de</strong>nte a Cajamarca, dijo el<br />
senador, esa ciudad tan querida para todos los presentes y él pensó: podría ser su sirvienta. Sí, era su<br />
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