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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />
—Pue<strong>de</strong>s telefonearme el reportaje esta noche —dijo Arispe—. No te duches y ven <strong>de</strong> una<br />
vez, el agua es para los cochinos como Becerrita.<br />
—Sí estoy —dice Santiago—. Lo que pasa es que ni eso lo <strong>de</strong>cidí realmente yo. Se me<br />
impuso solo, como el trabajo, como todas <strong>la</strong>s cosas que me han pasado. No <strong>la</strong>s he hecho por mí.<br />
El<strong>la</strong>s me hicieron a mí, más bien.<br />
Se vistió <strong>de</strong> prisa, volvió a mojarse <strong>la</strong> cabeza, bajó a trancos <strong>la</strong> escalera. El chofer <strong>de</strong>l taxi<br />
tuvo que <strong>de</strong>spertarlo al llegar a “La Crónica”. Era una mañana soleada, había un calorcito que<br />
<strong>de</strong>liciosamente entraba por los poros y adormecía los músculos y <strong>la</strong> voluntad.<br />
Arispe había <strong>de</strong>jado <strong>la</strong>s instrucciones y dinero para gasolina, comida y hotel. A pesar <strong>de</strong>l<br />
malestar y <strong>de</strong>l sueño, te sentías contento con <strong>la</strong> i<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l viaje, Zavalita.<br />
Periquito se sentó junto a Darío y Santiago se tendió en el asiento <strong>de</strong> atrás y se durmió casi en<br />
seguida. Despertó cuando entraban a Pasamayo. A <strong>la</strong> <strong>de</strong>recha dunas y amarillos cerros empinados, a<br />
<strong>la</strong> izquierda el mar azul resp<strong>la</strong>n<strong>de</strong>ciente y el precipicio que crecía, a<strong>de</strong><strong>la</strong>nte <strong>la</strong> carretera trepando<br />
penosamente el f<strong>la</strong>nco pe<strong>la</strong>do <strong>de</strong>l monte. Se incorporó y encendió un cigarrillo; Periquito miraba<br />
a<strong>la</strong>rmado el abismo.<br />
—Las curvas <strong>de</strong> Pasamayo les quitaron <strong>la</strong> tranca, maricones —se rió Darío.<br />
—Anda más <strong>de</strong>spacio —dijo Periquito—. Y como no tienes ojos en el cráneo, mejor no te<br />
voltees a conversar.<br />
Darío conducía rápido, pero era seguro. Casi no encontraron autos en Pasamayo, en Chancay<br />
hicieron un alto para almorzar en una fonda <strong>de</strong> camioneros a oril<strong>la</strong>s <strong>de</strong> <strong>la</strong> carretera. Reanudaron el<br />
viaje y Santiago, tratando <strong>de</strong> dormir a pesar <strong>de</strong>l zangoloteo, los oía conversar.<br />
—A lo mejor lo <strong>de</strong> Trujillo es mentira —dijo Periquito—. Hay mierdas que se pasan <strong>la</strong> vida<br />
dando datos falsos a los periódicos.<br />
—Un millón y medio <strong>de</strong> soles para uno solito —dijo Darío—. No creía en <strong>la</strong> Pol<strong>la</strong>, pero voy a<br />
empezar a jugarle.<br />
—Convierte un millón y medio en hembras y cuéntame —dijo Periquito.<br />
Pueblos agonizantes, perros agresivos que salían al encuentro <strong>de</strong> <strong>la</strong> camioneta con los<br />
colmillos al aire; camiones estacionados junto a <strong>la</strong> pista; cañaverales esporádicos. Entraban al<br />
kilómetro 83 cuando Santiago: se incorporó y fumó <strong>de</strong> nuevo. Era una recta, con arenales a ambos<br />
<strong>la</strong>dos. El camión no los sorprendió; lo vieron <strong>de</strong>stel<strong>la</strong>r a lo lejos, en <strong>la</strong> cumbre <strong>de</strong> una colina, y lo<br />
vieron acercarse, lento, pesado, corpulento, con su cargamento <strong>de</strong> <strong>la</strong>tas sujetas con sogas en <strong>la</strong> tolva.<br />
Un dinosaurio, dijo Periquito, en el instante Que Darío frenaba en seco y <strong>la</strong><strong>de</strong>aba el vo<strong>la</strong>nte<br />
porque en el mismo punto en que iban a cruzar al camión un hueco <strong>de</strong>voraba <strong>la</strong> mitad <strong>de</strong> <strong>la</strong> pista.<br />
Las ruedas <strong>de</strong> <strong>la</strong> camioneta cayeron en <strong>la</strong> arena, algo crujió bajo el vehículo; ¡en<strong>de</strong>reza! gritó<br />
Periquito y Darío trató y ahí nos jodimos, piensa. Las ruedas se hundieron, en vez <strong>de</strong> esca<strong>la</strong>r el<br />
bor<strong>de</strong> patinaron y <strong>la</strong> camioneta avanzó todavía, monstruosamente inclinada, hasta que <strong>la</strong> venció su<br />
propio peso y rodó como una bo<strong>la</strong>. Un acci<strong>de</strong>nte en cámara lenta, Zavalita. Oyó y dio un grito, un<br />
mundo torcido y sesgado, una fuerza que lo arrojaba violentamente a<strong>de</strong><strong>la</strong>nte, una oscuridad con<br />
estrellitas. Por un tiempo in<strong>de</strong>finido todo fue quieto, en tinieb<strong>la</strong>s, doloroso y caliente. Sintió<br />
primero un gusto acre, y, aunque había abierto los ojos, tardó en <strong>de</strong>scubrir que había sido <strong>de</strong>spedido<br />
<strong>de</strong>l vehículo y estaba tendido en <strong>la</strong> tierra y que el áspero sabor era <strong>la</strong> arena que se le metía a <strong>la</strong> boca.<br />
Trató <strong>de</strong> pararse, el mareo lo cegó y cayó <strong>de</strong> nuevo. Luego se sintió cogido <strong>de</strong> los pies y <strong>de</strong> <strong>la</strong>s<br />
manos, levantado, y ahí estaban, al fondo <strong>de</strong> un <strong>la</strong>rgo sueño borroso, esos rostros extraños y<br />
remotos, esa sensación <strong>de</strong> infinita y lúcida paz. ¿Sería así, Zavalita? ¿Sería ese silencio sin<br />
preguntas, esa serenidad sin dudas ni remordimientos? Todo era flojo, vago y ajeno, y se sintió<br />
insta<strong>la</strong>do en algo b<strong>la</strong>ndo que se movía. Estaba en un auto, tendido en el asiento <strong>de</strong> atrás, y reconoció<br />
<strong>la</strong>s voces <strong>de</strong> Periquito y <strong>de</strong> Darío y vio un hombre vestido <strong>de</strong> marrón.<br />
—¿Cómo estás, Zavalita? —dijo <strong>la</strong> voz <strong>de</strong> Periquito.<br />
—Borracho —dijo Santiago—. Me duele <strong>la</strong> cabeza.<br />
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