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vargas_llosa,_mario-conversacion_de_la_catedral

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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />

—El pobre Lozano es útil, pero muy tonto —sonrió él—. Los preparativos <strong>de</strong> <strong>la</strong> seguridad<br />

están todavía en estudio, doctor, no valía <strong>la</strong> pena que lo molestara con eso. Yo le informaré <strong>de</strong> todo,<br />

apenas hayamos completado los <strong>de</strong>talles.<br />

Encendió un cigarrillo, el doctor Arbeláez le alcanzó un cenicero. Lo miraba muy serio, sus<br />

brazos cruzados entre una agenda y una fotografía <strong>de</strong> una mujer canosa y tres jóvenes risueños.<br />

—¿Tuvo tiempo <strong>de</strong> echar un vistazo al memorándum, don Cayo?<br />

—Des<strong>de</strong> luego, doctor. Lo leí con todo cuidado.<br />

—Estará usted <strong>de</strong> acuerdo conmigo, entonces —dijo el doctor Arbeláez, con sequedad.<br />

—Siento <strong>de</strong>cirle que no, doctor —tosió, murmuró perdón, y dio una nueva pitada—. El fondo<br />

<strong>de</strong> seguridad es sagrado. No puedo aceptar que me quite esos millones. Créame que lo <strong>la</strong>mento.<br />

El doctor Arbeláez se puso <strong>de</strong> pie, muy rápido. Dio unos pasos frente al escritorio, los<br />

anteojos bai<strong>la</strong>ndo en sus manos.<br />

—Me lo esperaba, por supuesto —su voz no era impaciente ni furiosa, pero había pali<strong>de</strong>cido<br />

ligeramente—. Sin embargo, el memorándum es c<strong>la</strong>ro, don Cayo.<br />

Hay que renovar esos patrulleros que se caen <strong>de</strong> viejos, hay que iniciar los trabajos en <strong>la</strong>s<br />

Comisarías <strong>de</strong> Tacna y <strong>de</strong> Moquegua porque cualquier día se vienen abajo. Hay mil cosas<br />

paralizadas y los prefectos y sub—prefectos me vuelven loco con sus telefonazos y telegramas. ¿De<br />

dón<strong>de</strong> quiere usted que saque los millones que hacen falta? No soy brujo, don Cayo, no sé hacer<br />

mi<strong>la</strong>gros.<br />

Él asintió, muy serio. El doctor Arbeláez se pasaba los anteojos <strong>de</strong> una mano a otra, parado<br />

frente a él.<br />

—¿No hay manera <strong>de</strong> utilizar otras partidas <strong>de</strong>l Presupuesto? —dijo él—. El Ministro <strong>de</strong><br />

Hacienda ...<br />

—No quiere darnos un medio más y usted lo sabe <strong>de</strong> sobra —el doctor Arbeláez alzó <strong>la</strong> voz—<br />

. En cada reunión <strong>de</strong> gabinete dice que los gastos <strong>de</strong> Gobierno son exorbitantes, y si usted se<br />

acapara <strong>la</strong> mitad <strong>de</strong> nuestra partida para ...<br />

—No acaparo nada, doctor —sonrió él—. La seguridad exige dinero, qué quiere usted. Yo no<br />

puedo cumplir con mi trabajo si me reducen en un centavo el fondo <strong>de</strong> seguridad. Lo siento<br />

muchísimo, doctor.<br />

También había trabajitos <strong>de</strong> otro tipo, don, pero que hacían ellos, no Ambrosio. Esta noche<br />

salimos, dijo el señor Lozano, avísale a Hipólito, y Ludovico ¿en el auto oficial señor? No en el<br />

Forcito viejo. Ellos le contaban <strong>de</strong>spués, don, y por eso se enteraba Ambrosio: seguir a tipos,<br />

apuntar quién entraba a una casa, hacerles confesar lo que sabían a los apristas presos, ahí es don<strong>de</strong><br />

Hipólito se ponía como Ambrosio le había contado, don, o serían inventos <strong>de</strong> Ludovico. Al<br />

anochecer, Ludovico fue a casa <strong>de</strong>l señor Lozano, sacó el Forcito, buscó a Hipólito, se metieron a<br />

una policial en el Rialto y a <strong>la</strong>s nueve y media estaban esperando al señor Lozano en <strong>la</strong> avenida<br />

España. Y el primer lunes <strong>de</strong> cada mes, acompañaban al señor Lozano a cobrar <strong>la</strong> mensualidad, don,<br />

dicen que así le <strong>de</strong>cía él. Por supuesto, salió con anteojos oscuros y se acurrucó en el asiento <strong>de</strong><br />

atrás. Les convidó cigarrillos, les hizo una broma, qué buen humor se gasta cuando trabaja para él<br />

comentó <strong>de</strong>spués Hipólito, y Ludovico dirás cuando nos hace trabajar para él. La mensualidad, <strong>la</strong><br />

p<strong>la</strong>tita que les sacaba a todos los bulines y jabes <strong>de</strong> Lima ¿qué vivo, no, don? Comenzaron por <strong>la</strong><br />

salida a Chosica, <strong>la</strong> casita escondida <strong>de</strong>trás <strong>de</strong>l restaurant don<strong>de</strong> vendían pollos. Bájate tú, dijo el<br />

señor Lozano a Ludovico, si no Pereda me <strong>de</strong>morará una hora con sus cuentos, y a Hipólito <strong>de</strong>mos<br />

una vuelta mientras. Hacía eso a escondidas, don, creería que don Cayo no sabía nada, <strong>de</strong>spués<br />

cuando Ludovico pasó a trabajar con Ambrosio se lo contó a don Cayo para congraciarse con él y<br />

resulta que don Cayo lo sabía <strong>de</strong>más. El Forcito partió, Ludovico esperó que <strong>de</strong>sapareciera y<br />

empujó <strong>la</strong> tranquera. Había muchos autos haciendo co<strong>la</strong>, todos con luz baja, y dándose encontrones<br />

contra guardafangos y parachoques y tratando <strong>de</strong> ver <strong>la</strong>s caras <strong>de</strong> <strong>la</strong>s parejas, fue hasta <strong>la</strong> puerta<br />

don<strong>de</strong> estaba el cartelito. Porque qué no sabría don Cayo, don. Salió un mozo que lo reconoció,<br />

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