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vargas_llosa,_mario-conversacion_de_la_catedral

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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />

El<strong>la</strong>s se hacían cosquil<strong>la</strong>s, daban grititos exagerados, se secreteaban y sus estremecimientos,<br />

manotazos y disfuerzos <strong>la</strong>s acercaban a <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> <strong>de</strong>l sofá. No llegaban a caer: a<strong>de</strong><strong>la</strong>ntaban y<br />

retrocedían, empujándose, sujetándose, siempre con risas. Él no les quitaba <strong>la</strong> vista, <strong>la</strong> cara fruncida,<br />

los ojos entrecerrados pero alertas. Sintió <strong>la</strong> boca reseca.<br />

—El único vicio que no entiendo —pensó, en voz alta—. El único que resulta estúpido en un<br />

hombre que tiene <strong>la</strong> p<strong>la</strong>ta <strong>de</strong> Landa. ¿Jugar para tener más, para per<strong>de</strong>r lo que tiene? Nadie está<br />

contento, siempre falta o sobra algo.<br />

—Míralo, está hab<strong>la</strong>ndo solo —Hortensia alzó <strong>la</strong> cara <strong>de</strong>l cuello <strong>de</strong> Queta y lo señaló—. Se<br />

volvió loco. Ya no se va, míralo.<br />

—Sírveme una copa —dijo él, resignado—. Uste<strong>de</strong>s son mi ruina.<br />

Sonriendo, murmurando algo entre dientes, Hortensia fue hacia el bar, tropezando, y él buscó<br />

los ojos <strong>de</strong> Queta y le señaló el repostero: cierra esa puerta, <strong>la</strong>s sirvientas estarían <strong>de</strong>spiertas.<br />

Hortensia le trajo el vaso <strong>de</strong> whisky y se sentó en sus rodil<strong>la</strong>s. Mientras bebía, reteniendo el<br />

líquido en <strong>la</strong> boca, pa<strong>la</strong><strong>de</strong>ándolo con los ojos cerrados, sentía el brazo <strong>de</strong>snudo <strong>de</strong> el<strong>la</strong> alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong><br />

su cuello, su mano que lo <strong>de</strong>speinaba, y oía su incoherente, tierna voz: cayito mierda, cayito mierda.<br />

El fuego <strong>de</strong> <strong>la</strong> garganta era soportable, hasta grato. Suspiró, apartó a Hortensia, se levantó y subió<br />

<strong>la</strong>s escaleras sin mirar<strong>la</strong>s. Un fantasma que tomaba cuerpo <strong>de</strong> repente y saltaba sobre uno por <strong>la</strong><br />

espalda y lo tumbaba: así le habría pasado a Landa, así a todos. Entró al dormitorio y no encendió <strong>la</strong><br />

luz. Avanzó a tientas hasta el sillón <strong>de</strong>l tocador, sintió su propia risita disgustada. Se quitó <strong>la</strong><br />

corbata, el saco, y se sentó. La señora Heredia estaba abajo, iba a subir.<br />

Rígido, inmóvil, esperó que subiera.<br />

—¿SIENTES angustia por <strong>la</strong> hora? —dice Santiago—. No te preocupes. Un amigo me dio<br />

una receta infalible contra eso, Ambrosio.<br />

—Mejor nos quedamos aquí —dijo el Chispas—. Ahí hay puro borracho. Si bajamos le dirán<br />

algo a <strong>la</strong> Teté y habrá trompadas.<br />

—Entonces pega un poquito más el auto —dijo <strong>la</strong> Teté—. Quiero ver a los que bai<strong>la</strong>n.<br />

El Chispas acercó el auto a <strong>la</strong> vereda y ellos pudieron ver, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el asiento, los hombros y<br />

caras <strong>de</strong> <strong>la</strong>s parejas que bai<strong>la</strong>ban en “El Nacional”; oían los timbales, <strong>la</strong>s maracas, <strong>la</strong> trompeta, y al<br />

animador anunciando a <strong>la</strong> mejor orquesta tropical <strong>de</strong> Lima. Al cal<strong>la</strong>r <strong>la</strong> música, oían el mar a sus<br />

espaldas, y si se volvían, divisaban por sobre <strong>la</strong> barandil<strong>la</strong> <strong>de</strong>l Malecón <strong>la</strong> espuma b<strong>la</strong>nca, <strong>la</strong><br />

reventazón <strong>de</strong> <strong>la</strong>s o<strong>la</strong>s. Había varios automóviles estacionados frente a los restaurantes y bares <strong>de</strong><br />

La Herradura. La noche estaba fresca, con estrel<strong>la</strong>s.<br />

—Me encanta que nos veamos a escondidas —dijo <strong>la</strong> Teté, riéndose—. Me parece que<br />

estamos haciendo algo prohibido. ¿A uste<strong>de</strong>s no?<br />

—A veces el viejo sé viene a dar sus vueltas por aquí, <strong>de</strong> noche —dijo el Chispas—. Sería<br />

graciosísimo que nos pescara aquí a los tres.<br />

—Nos mataría si supiera que nos vemos contigo —dijo <strong>la</strong> Teté.<br />

—Se pondría a llorar <strong>de</strong> emoción al ver al hijo pródigo —dijo el Chispas.<br />

—Uste<strong>de</strong>s no me creen, pero me voy a presentar en <strong>la</strong> casa en cualquier momento —dijo<br />

Santiago—. Sin avisarles. La semana próxima, a lo mejor.<br />

—C<strong>la</strong>ro que te voy a creer, hace meses que nos cuentas el mismo cuento —y <strong>la</strong> cara <strong>de</strong> <strong>la</strong><br />

Teté se iluminó—: Ya sé, ya se me ocurrió. Vamos ahora mismo a <strong>la</strong> casa, amístate hoy con los<br />

papás.<br />

—Ahora no, otro día —dijo Santiago—. A<strong>de</strong>más, no quiero ir con uste<strong>de</strong>s, sino solo, para que<br />

haya menos melodrama.<br />

—No vas a ir nunca a <strong>la</strong> casa y te voy a <strong>de</strong>cir por qué —dijo el Chispas— Estás esperando<br />

que el viejo vaya a tu pensión, a pedirte perdón no sé <strong>de</strong> qué y a rogarte que vuelvas.<br />

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