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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />
golpear y a rugir, y el costal danza; bota, aúl<strong>la</strong> enloquecido, uno—dos rugen los hombres y golpean.<br />
Santiago cierra los ojos, aturdido.<br />
—En el Perú estamos en <strong>la</strong> edad <strong>de</strong> piedra, mi amigo —una sonrisa agridulce <strong>de</strong>spierta <strong>la</strong> cara<br />
<strong>de</strong>l calvo—. Mire en qué condiciones se trabaja, dígame si hay <strong>de</strong>recho.<br />
El costal está quieto, los hombres lo apalean un rato más, tiran al suelo los garrotes, se secan<br />
<strong>la</strong>s caras, se frotan <strong>la</strong>s manos.<br />
—Antes se los mataba como Dios manda, ahora no alcanza <strong>la</strong> p<strong>la</strong>ta —se queja el calvo—.<br />
Escríbase un articulito, amigo periodista.<br />
—¿Y sabe usted lo que se gana aquí? —dice Pancras, accionando; se vuelve hacia el otro—.<br />
Cuéntaselo tú, el señor es periodista, que proteste en su periódico.<br />
Es más alto, más joven que Pancras. Da unos pasos hacia ellos y Santiago pue<strong>de</strong> verle al fin <strong>la</strong><br />
cara: ¿qué? Suelta <strong>la</strong> ca<strong>de</strong>na, el Batuque echa a correr <strong>la</strong>drando y él abre <strong>la</strong> boca y <strong>la</strong> cierra: ¿qué?<br />
—Un sol por animal, don —dice el sambo—. Encima hay que llevarlos al basural don<strong>de</strong> los<br />
queman. Apenas un sol, don.<br />
No era él, todos los negros se parecían, no podía ser él. Piensa: ¿por qué no va a ser él? El<br />
sambo se agacha, levanta el costal, sí era él, lo lleva hasta un rincón <strong>de</strong>l <strong>de</strong>scampado, lo arroja entre<br />
otros costales sanguinolentos, vuelve ba<strong>la</strong>nceándose sobre sus <strong>la</strong>rgas piernas y sobándose <strong>la</strong> frente.<br />
Era él, era él. Cumpa, le da un codazo Pancras, ándate a almorzar <strong>de</strong> una vez.<br />
—Aquí se quejan, pero cuando salen en el camión a recoger se pasan <strong>la</strong> gran vida —gruñe el<br />
calvo—. Esta mañana se cargaron al perrito <strong>de</strong>l señor que tenía correa y estaba con su ama,<br />
conchudos.<br />
El sambo alza los brazos, era él: ellos no habían salido esta mañana en el camión, don, se <strong>la</strong>s<br />
habían pasado tirando palo. Piensa: él. Su voz, su cuerpo son los <strong>de</strong> él, pero parece tener treinta<br />
años más. La misma jeta fina, <strong>la</strong> misma nariz chata, el mismo pelo crespo. Pero ahora, a<strong>de</strong>más, hay<br />
bolsones violáceos en los párpados, arrugas en su cuello, un sarro amarillo verdoso en los dientes <strong>de</strong><br />
caballo. Piensa: eran b<strong>la</strong>nquísimos. Qué cambiado, qué arruinado. Está más f<strong>la</strong>co, más sucio,<br />
muchísimo más viejo, pero ése es su andar rumboso y <strong>de</strong>morado, ésas sus piernas <strong>de</strong> araña. Sus<br />
manazas tienen ahora una corteza nudosa y hay un bozal <strong>de</strong> saliva alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> su boca. Han<br />
<strong>de</strong>sandado el canchón, están en <strong>la</strong> oficina, el Batuque se refriega contra los pies <strong>de</strong> Santiago. Piensa:<br />
no sabe quien soy. No se lo iba a <strong>de</strong>cir, no le iba a hab<strong>la</strong>r.<br />
Qué te iba a reconocer, Zavalita, tenías ¿dieciséis, dieciocho? y ahora eras un viejo <strong>de</strong> treinta.<br />
El calvo pone papel carbón entre dos hojas, garabatea unas líneas <strong>de</strong> letra arrodil<strong>la</strong>da y avara.<br />
Recostado contra el vano, el sambo se <strong>la</strong>me los <strong>la</strong>bios.<br />
—Una firmita aquí, mi amigo; y en serio, dénos un empujoncito, pida en "La Crónica, que nos<br />
aumenten <strong>la</strong> partida —el calvo mira al sambo—: ¿No te ibas a almorzar?<br />
—¿Se podría un a<strong>de</strong><strong>la</strong>nto? —da un paso y explica, con naturalidad—. Los fondos andan<br />
bajos, don.<br />
—Media libra —bosteza el calvo—. No tengo más.<br />
Guarda el billete sin mirarlo y sale junto a Santiago. Un río <strong>de</strong> camiones, ómnibus y<br />
automóviles atraviesa el Puente <strong>de</strong>l Ejército, ¿qué cara pondría si?, en <strong>la</strong> neblina los montones<br />
terrosos <strong>de</strong> casuchas <strong>de</strong> Fray Martín <strong>de</strong> Porres, ¿se echaría a correr?, se divisan como en sueños.<br />
Mira al sambo a los ojos y él lo mira:<br />
—Si me mataban a mi perro, creo que yo los mataba a uste<strong>de</strong>s —y trata <strong>de</strong> sonreír.<br />
No, Zavalita, no te reconoce. Escucha con atención y su mirada es turbia, distante y<br />
respetuosa. A<strong>de</strong>más <strong>de</strong> envejecer se habría embrutecido también. Piensa: jodido, también.<br />
—¿Se lo recogieron esta mañana al <strong>la</strong>nudito? —un brillo inesperado estal<strong>la</strong> un instante en sus<br />
ojos—. Sería el negro Céspe<strong>de</strong>s, a ése no le importa nada. Se mete a los jardines, rompe <strong>la</strong>s<br />
ca<strong>de</strong>nas, cualquier cosa con tal <strong>de</strong> ganarse su sol.<br />
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