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vargas_llosa,_mario-conversacion_de_la_catedral

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C o n v e r s a c i ó n e n l a c a t e d r a l M a r i o V a r g a s L l o s a<br />

El Subprefecto les había preparado alojamiento en <strong>la</strong> Comisaría y apenas llegaron Trifulcio se<br />

tumbó en su litera y se envolvió en <strong>la</strong> frazada. Quieto y abrigado se sintió mejor. Téllez, Urondo y<br />

el capataz Martínez habían traído a escondidas una botel<strong>la</strong> y se <strong>la</strong> pasaban <strong>de</strong> cama a cama,<br />

conversando. Él los oía: si habían pedido un camión <strong>la</strong> cosa sería brava, <strong>de</strong>cía Urondo.<br />

Bah, el senador Arévalo les dijo trabajo fácil, muchachos, y hasta ahora nunca nos engañó,<br />

<strong>de</strong>cía el capataz Martínez. A<strong>de</strong>más, si algo fal<strong>la</strong>ba para eso estaban los cachacos, <strong>de</strong>cía Téllez.<br />

¿Sesenta, sesenta y cinco?, pensaba Trifulcio, ¿cuántos tendré ya?<br />

—Me fue mal <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que tomamos el avión aquí—dijo Ludovico—. Se movía tanto que me<br />

<strong>de</strong>scompuse y le vomité encima a Hipólito. Llegué a Arequipa hecho una ruina. Tuve que<br />

entonarme con unos piscachos.<br />

—Cuando los periódicos contaban lo <strong>de</strong>l teatro, que había muertos, ay caracho, pensaba yo —<br />

dijo Ambrosio—. Pero tu nombre no aparecía entre <strong>la</strong>s víctimas.<br />

—Nos mandaron al mata<strong>de</strong>ro a sabiendas —dijo Ludovico—. Oigo teatro y empiezo a sentir<br />

<strong>la</strong>s trompadas. Y el ahogo, Ambrosio, ese ahogo terrible.<br />

—Cómo pudo armarse un lío así —dijo Ambrosio—. Porque toda <strong>la</strong> ciudad se levantó contra<br />

el gobierno ¿no, Ludovico?<br />

—Sí —dijo el senador Landa—. Tiraron granadas en el teatro y hay muertos. Bermú<strong>de</strong>z es<br />

hombre al agua, Fermín.<br />

—Si Lozano quería un camión, por qué le dijo a don Emilio cuatro o cinco bastan —maldijo,<br />

por décima vez, el que daba <strong>la</strong>s ór<strong>de</strong>nes—. ¿Y dón<strong>de</strong> están Lozano y don Emilio, por qué no se<br />

pue<strong>de</strong> hab<strong>la</strong>r por teléfono con nadie?<br />

Habían salido <strong>de</strong> Camaná todavía oscuro, sin <strong>de</strong>sayunar, y el que daba <strong>la</strong>s ór<strong>de</strong>nes no hacía<br />

más que requintar. ¿Te pasaste <strong>la</strong> noche tratando <strong>de</strong> telefonear? te mueres <strong>de</strong> sueño, pensaba<br />

Trifulcio. El tampoco había podido dormir. El frío aumentaba a medida que <strong>la</strong> camioneta trepaba <strong>la</strong><br />

sierra. Trifulcio cabeceaba a ratos y oía a Téllez, Urondo y el capataz Martínez pasándose cigarros.<br />

Te volviste viejo, pensaba, un día te vas a morir. Llegaron a Arequipa a <strong>la</strong>s diez. El que daba <strong>la</strong>s<br />

ór<strong>de</strong>nes los llevó a una casa don<strong>de</strong> había un cartel con letras rojas: Partido Restaurador. La puerta<br />

estaba cerrada. Manazos, timbrazos, nadie abría. En <strong>la</strong> angosta callecita <strong>la</strong> gente entraba a <strong>la</strong>s<br />

tiendas, el sol no calentaba, unos canillitas voceaban periódicos. El aire era muy limpio, el cielo se<br />

veía muy hondo. Por fin vino a abrir un muchachito sin zapatos, bostezando.<br />

Por qué estaba cerrado el local <strong>de</strong>l partido, lo riñó el que daba <strong>la</strong>s ór<strong>de</strong>nes, si eran ya <strong>la</strong>s diez.<br />

El muchachito lo miró asombrado: estaba cerrado siempre, sólo se abría el jueves en <strong>la</strong> noche,<br />

cuando venían el doctor Lama y los otros señores. ¿Por qué le <strong>de</strong>cían ciudad b<strong>la</strong>nca a Arequipa si<br />

ninguna casa era b<strong>la</strong>nca?, pensaba Trifulcio. Entraron. Escritorios sin papeles, sil<strong>la</strong>s viejas, fotos <strong>de</strong><br />

Odría, carteles, Viva <strong>la</strong> Revolución Restauradora, Salud, Educación, Trabajo, Odría es Patria.<br />

El que daba <strong>la</strong>s ór<strong>de</strong>nes corrió al teléfono: qué pasó, dón<strong>de</strong> estaba <strong>la</strong> gente, por qué no había<br />

nadie esperándolos. Téllez, Urondo y el capataz Martínez tenían hambre: ¿podían salir a tomar<br />

<strong>de</strong>sayuno, señor? Vuelvan <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> cinco minutos, dijo el que daba <strong>la</strong>s ór<strong>de</strong>nes. Les dio una libra y<br />

partió en <strong>la</strong> camioneta. Encontraron un café con mesitas <strong>de</strong> manteles b<strong>la</strong>ncos, pidieron café con<br />

leche y sándwiches. Miren, dijo Urondo, Todos al Teatro Municipal Esta Noche, Todos Con La<br />

Coalición, habían hecho su propagandita. ¿Tendré soroche?, pensaba Trifulcio. Respiraba y era<br />

como si no entrara el aire a su cuerpo.<br />

—Bonito Arequipa, limpio —dijo Ludovico—. Algunas hembritas en <strong>la</strong> calle que no estaban<br />

mal. Chapocitas, c<strong>la</strong>ro.<br />

—¿Qué te hizo Hipólito? —dijo Ambrosio——. A mí él no me contó nada. Sólo nos fue mal,<br />

hermano, y se <strong>de</strong>spidió.<br />

—Le remuer<strong>de</strong> <strong>la</strong> conciencia su mariconería —dijo Ludovico—. Qué cobardía <strong>de</strong> tipo,<br />

Ambrosio.<br />

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