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LA ZONA MUERTA - www.moreliain.com

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vuelto a retirarlos de sus cunas de papel de seda y habían vuelto a colgarlos,<br />

sólo dos noches atrás. Era curioso lo que sucedía con los adornos de Navidad.<br />

No eran muchas las cosas que se mantenían intactas año tras año a medida que<br />

crecías. No había muchas líneas de continuidad, no había muchos objetos<br />

físicos que pudieran servir tanto en la infancia <strong>com</strong>o en la edad adulta. Las ropas<br />

de tu niñez las regalaban o las entregaban al Ejército de Salvación; a tu reloj con<br />

la imagen del Pato Donald en la esfera se le rompía la cuerda; tus botas de<br />

cowboy se gastaban. La billetera que habías confeccionado en la clase de<br />

artesanía de tu primer campamento era sustituida por otra, de lujo, y canjeabas<br />

el carromato rojo y la bicicleta por otros juguetes más adultos: un coche, una<br />

raqueta de tenis, quizá uno de esos nuevos juegos electrónicos que se<br />

conectaban con la TV. Había muy pocas cosas a las que podías aferrarte.<br />

Algunos libros, tal vez, o una moneda-talismán, o una colección de sellos que<br />

habías conservado y mejorado.<br />

Súmale a eso los adornos del árbol de Navidad de la casa de tus padres.<br />

Los mismos ángeles desconchados año tras año, y la misma estrella de<br />

estaño en el vértice; el pelotón tenaz que sobrevivía de lo que había sido un<br />

batallón <strong>com</strong>pleto de bolas de cristal (y no olvides nunca los muertos venerados,<br />

pensó: ésta, murió víctima de la mano prensil de un bebé; esta otra resbaló<br />

mientras papá la estaba colgando y se hizo añicos contra el suelo; aquella roja<br />

sobre la que estaba pintada la Estrella de Belén se rompió sencilla y<br />

misteriosamente un año mientras la bajábamos del desván, y yo lloré); el<br />

pedestal mismo del árbol. Pero a veces, pensó Johnny, mientras se masajeaba<br />

distraídamente las sienes, parecía que lo mejor, lo más misericordioso, sería<br />

desvincularse incluso de estos últimos vestigios de la infancia. Nunca podías<br />

descubrir <strong>com</strong>o antes los libros que te habían emocionado por primera vez. La<br />

moneda-talismán no te había protegido de ninguno de los contratiempos y<br />

rencores y castigos de la vida cotidiana. Y cuando mirabas los adornos<br />

recordabas que antaño había habido una madre presente para dirigir la<br />

operación de ornamentación del árbol, siempre lista y dispuesta para fastidiarte<br />

diciendo «un poco más arriba» o «un poco más abajo» o «me parece que el lado

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