re - Ateneo de Madrid

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Un día en Segovia.
Penosamente voy subiendo la callo de la Canonjía Vieja, de vuelta del Alcázar.
Es una vía estrecha, tortuosa y empinada, mitad barranco, mitad toíTonte,
que se llama calle porque hace oficio de tal, sin duda á falta do otra
mejor. A derecha é izquierda se abren de trecho en trecho rápidos callejones,
semejantes á escotaduras: aquí el de la Judería Vieja, umbrío y temeroso,
evocador más do los autos do fe con que se purgaba de judaizante la sagrada
tierra de Castilla, que de las artes habilidosas ejercitadas en el tráfico de mercaderías
por los siempre acongojados hijos de Israel: allá, otra calleja, obstruida
la entrada por un provisor marmolillo y descendiendo veloz como una resquebrajadura
de la ladera en la quo hubiese acampado transitoriamente un
aduar moruno. Las calles están desiertas. El sol de la tardo dora el espacio
tranquilo. Detrás del quicio de cualquier puerta espera mi paso, con recelosa
mirada, alguna sucia mocozuela de esquiva actitud; un gozquecillo ladra furiosamente.
Una paloma torcaz que picotea en el empedrado, alza el vuelo y
se remonta en el luminoso azul de esta aromosa tarde de primavera.
Dondequiera quo os coloquéis en la ciudad do Juan Bravo, las calles son
pendientes. Tal arte so dieron aquellos remotos españoles do buena fe para
trazar ol caserío, que inevitablemente, para avanzar un paso, tenéis que subir
ó bajar. Recorriendo Segovia estáis cu perpetua, escala do Jacob. Sólo que no
sen ángeles los que recorren los místicos peldaños, aquí más vivos y reales de
los que á las piernas conviniera. Esta tierra castellana da rostros atezados
con la misma profusión que almas adustas y rígidas. Contemplando la ciudad,
descubriendo el panorama, observando á las gentes, saturando ol pensamiento
con todos los efluvios que parecen desprendidos del suelo resecado, de los sillares
sobre que se alzan orgullosas moradas macizas (pie parecen muertas y
abandonadas del ciólo inclemente y frío, penetran en la carne y en los huesos
las sensaciones esparcidas por toda una historia de dolor, y so percibo con
inefable precisión el alma seca y árida, altiva é intransigente, fanática con
el fanatismo de la piedra, no con el hervor de la-pasión creadora; alma lúgubre
y huraña, indócil para la vida y hostil para la mejora,; alma castellana,
(pie fue ayer nervio do empresas dominadoras y hoy factor decisivo, no de una
agónica decadencia, sino do una secular y desolada petrificación.
Apresuro el paso para restituirme á mi alojamiento, ávido de reposar. No
os nada cómodo visitar una ciudad on que todo está en cuesta. Cu edificio me
sorprende por sus proporciones y su galanura: es un convento de monjas del
Sagrado Corazón. Tropiezo con dos viandantes: son dos francesas, la una escuálida
y apergaminada, la otra joven, pero relamida, que en muy espinoso
español pregunta á un chicuelo, que plantado en el arroyo se ajusta los tirantes,
por el camino del Alcázar. Los caserones quo salpican de trecho on trocho
ias hileras de las callos tienen las ventanas y balcones apestillados, las pueruis
cerradas. Toda comunicación do cada vivienda, con el exterior está impe-