re - Ateneo de Madrid

— 270 —
sas plazas y avenidas y sus soberbios parques tienen un cachst á soi que creo es difícil,
si no imposible, encontrar en otra ciudad del mundo; pero en París también hay calles,
no lejos del centro, y muchas en los barrios extremos, sumamente sucias, estrechas
y faltas de higiene, que no ve el turista; el parisién, con un amor á su país que
aplaudo, tiene buen cuidado de no enseñar más que lo bueno y hermoso de la ciudad,
ni le dice á su huésped que en. aquella Babilonia todas las noches se cometen los atracos
por docenas, y que en los arrabales hay cuadrillas de apaches perfectamente organizadas.
En París, fui á la Agencia de la Compañía de vapores para arreglar lo referente á
mi equipaje, lo que fue sencillísimo, pues sólo presenté mi billete y di mis señas del
hotel, encargándose desde aquel momento la Compañía de mis bultos, que no volví á
ver hasta mi llegada á New-York.
A las doce del día del 31 de Mayo salió de la estación de Saint Lazare el tren especial
que debía conducirnos á Cherbourg, para embarcar con destino á New-York.
Una vez en el departamento, me encontré ya en un ambiente completamente yanqui.
Mis compañeros de viaje están en mangas de camisa, fuman continuamente la pipa,
abren de par en par las ventanillas, sin preguntar si el carbón y el humo que por ellas
entra puede molestar á los demás, y así se instalan á su gusto, poniendo los pies á más
altura que la cabeza, comodidad que no llego á comprender á pesar de haberla ensayado.
Durante unos momentos abandono el departamento, dejando el gabán en mi
asiento, y puede usted imaginarse mi sorpresa cuando al volver encuentro éste ocupado
por uno de los americanos, que, con los pies siempre en el aire, fuma tranquilamente su
apestante pipa. Como no hablo inglés, prefiero no decir nada; é hice bien, pues luego
he visto que estos heohos, que calificamos nosotros de groserías, son actos consecuencia
natural de una familiaridad sumamente desagradable por el carácter obligatorio
que tiene en las costumbres yanquis.
Llegamos á Cherbourtc á las siete de la tarde, donde se estaban haciendo preparativos
para los festejos que se iban á verificar con motivo de la visita del Rey de Dinamarca,
á cuyo encuentro vendría Fallieres. Esta población, que recorrí en un momento,
es, como todos los puertos del Norte, triste; calles estrechas, sombrías y ennegrecidas
por el humo y la niebla.
A las ocho apercibimos el inmenso vapor, verdadero palacio flotante de 22.000 toneladas,
llamado Kaiserin Augusta Victoria, con sus centenares de luces, de fantástico
efecto.
Una vez en él, y después de visitar mi camarote, lo recorrí todo; allí vi anchas y
confortables escaleras que atraviesan seis pisos; lujosos ascensores; el inmenso comedor;
el indispensable bar, donde los yanquis fuman continuas pipas y consumen á chorros
el whisky y los kock-tails; el jardín de invierno, lindo salón donde por las tardes
se toma un exquisito té oyendo los acorde? de la orquesta de zíngaros; el restaurant
Ritz, para los que no se satisfacen con las comidas que nos ofrece la Compañía por el
precio del pasaje; el soberbio salón de lectura, con su biblioteca; el gimnasio, y los infinitos
cuartos de baño: todo admirablemente instalado.
Por las mañanas, y sobre cubierta, una orquesta de instrumentos de aire toca clásicas
marchas militares alemanas, pues basta que el buque sea alemán para que la nota
militar no falte: la organización délos servicios á bordo es completamente militar; los
toques de campana para avisar la hora de las comidas se sustituyen por el toque de
corneta. ¡Estos alemanes morirán de una indigestión de militarismo!
Todos los días se reparte el The Atlantic Daily News, que se publica en alemán é