re - Ateneo de Madrid

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en el concierto de la vida misma, sino en las pálidas y quebradizas figuraciones
de nuestra imaginación extraviada.
El extravío so ha acentuado. Un italiano del siglo XVI, sensual y refinado;
un francés dol siglo XVIII, simplicista y fervoso, hubiera luchado contra
ese disentimiento que empuja y asalta la vida civil, precisamente cuando decae
y aletarga la vida natural. Un ateniense del tiempo de Solón, un lacedoinonio
del siglo de Aristides, jamás hubiera comprendido una existencia que
no rimase sus propias exaltaciones con la exaltación de, la fecundidad en la
tierra, la lozanía en el inundo inanimado, la tibieza amorosa en el soplo del
viento, el cielo suave y clemente protector de las noches tranquilas é inspiradoras.
Pero el claro de luna tiene pocos enamorados entre estos hombres incomprensibles
dol siglo XX, que so llaman á sí propios civilizados porque inventaron
muchas cosas que después de inventadas constituyen su tormento.
Alguna vez yo me lie preguntado por la razón originaria do esta equivocación
de nuestro rumbo. ¿Por qué en invierno los países «cultos» despiertan?
¿Por qué en el verano, que invita á romper el estupor del frío y derramar
sobro ol mundo la fuerza efusiva, que el renovamiento do la vitalidad deposita
en las venas, aquellos hombres se esparcen, las ciudades se aquietan, el sueño
extiende sus alas do zafiro sobre las frentes lánguidas? ¿Por qué al trabajo,
que es castigo, se lo reputa meritorio? ¿Por qué al ahorro, que el Evangelio
condena y que el hombre primitivo desconoce, se le llama virtud?
Yo sospecho que la Humanidad, dividida en grupos, tantea los caminos
para encontrar el de la salud; y como sólo ha}- uno verdadero, todos los domas,
fatalmente, avanzan por veredas torcidas, y ol verdadero es aquel que jamás
rompe la santa comunión con la madre Naturaleza, la eterna educadora. A
voces pienso que es el orgullo el que movió á nuestros antecesores á romper el
sano coloquio de las almas con el mundo de las cosas, do las plantas, de la tierra,
de la materia santificada por el soplo divino, que es soplo do vida; les pareció
ésta demasiado humilde para ser guía y maestra de algo tan ostentoso y
runfiante como el humano espíritu; fue soberbia, quo pagamos, como en otros
pueblos la pagaron las generaciones postreras; porque el pueblo quo no retorna
á desposarse con la tierra de donde tuvo origen, OH pueblo condenado, en
fugaz término, á decaer y morir.
Un novelista do rectilínea visión, Wells, en Una historia del porvenir, y
un pensador como Tolstoi, en su regresión al cristianismo puro, coinciden en
señalar esa disonancia entre la Naturaleza y el hombre do nuestro tiempo. El
uno predice para después del año "2100 un período en que, sobre el solar do las
antiguas ciudades, las generaciones se habrán ido remontando al espacio y dilatando
el mundo en conquista del cielo, mientras los campos desolados serán
inhabitable dominio de la soledad y el silencio; la Química ha resuelto el problema
de la alimentación. El otro profetiza la corrupción y el acabamiento del
espíritu, aprisionado por ol industrialismo, viviendo vida artificiosa donde el
fantástico hervor del desvarío embriaga como un vino espirituoso. Es la vuelta
á la tierra la que salvará al espíritu, según Tolstoi; al cuerpo, según las visio-