re - Ateneo de Madrid

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apáganse los reflejos, se aduermen los perfumes, huye la terrena embriaguez
del alma pía, y un eco desolado repite, sin ruido, mostrándonos 1a vileza:
«Ecce Homo»; «eso es el hombre; helo aquí».
«Os le traigo para que entendáis que ningún crimen hallo en él.» ¿Quién
acusará á la criatura? ¿Quién le condenará por sus caídas? ¿Quién deseará expulsarlas
de la existencia? ¿Sería el mundo nuestro, de los hombres, si nuestras
flaquezas se alejaran para siempre y nuestras culpas no enriqueciesen el
espíritu, contrastando el pecado y la virtud, como las sombras avaloran la claridad
y la acrecientan? Cruzó Jesús la vida cayendo una y otra vez. Asaltáronle
congojas y le combatieron terribles desfallecimientos. La turbación vino
sobre el Impecable. Era Dios. ¿Por qué se acusa al hombre?
La perfección es divina; humana la maldad. Quitad de la vida las pasiones:
suprimido estará el mal, suprosa la vida misma. Arrojad de nuestro cercado
las luchas: ¿qué quedará en él? ¿Quién podrá amarlo? Porque somos humanos,
somos prevaricadores. Dadnos la virtud absoluta y no serán nuestras
sombras las que pueblen este mundo. Dios nos hizo; nuestra naturaleza hechura
suya es. Hablaba Jesús como hijo del Padre, anunciando la nueva ley; Pilatos
le halló inocente. Caminamos nosotros, según eterno mandamiento: ¿cuál
será el crimen? No pusimos nosotros en nuestras carnes la levadura, corruptora;
plisóla Dios. ¿Cómo mejoraremos su obra expulsando esta levadura? No
pudiera redimirnos si no hubiésemos caído. No fuese misericordioso si no tuviéramos
culpas. Seamos como somos: ésa os la perfección. El himno de gloria
al Sor Supremo no lo cantamos nosotros; lo canta la vida. Las alabanzas
no parten de los seres como parten los olores del cáliz de las rosas. Es su obra
la que le glorifica, no nuestras almas ni nuestros labios. Ecce Homo, nos
dice la virtud adusta, señalando nuestra flaqueza. «He aquí al hombre», digamos
con risueño orgullo; «el hombre débil y malvado», como lo hizo el Creador;
sin afán de mejorarse. Quisiéralo Dios mejor, y El lo haría; el hombre,
con un solo anhelo en que pone la gloria del Hacedor: ansia insaciable de vivir
y gozar. «Porque el goce de la vida os el camino que conduce hasta Dios.»
Aullaba el pueblo. Los escribas y fariseos habían enviado á la casa de Pilatos
sus servidores y sus fanáticos secuaces. Formaban la turba hombres
amantes de la ley mosaica, celosos de su esplendor, conciencias obedientes al
precepto, almas honradas, escrupulosas en el acatamiento á su fe. Habló en
ellas la intransigencia, y gritaron: «Crucifícale.» Los clementes impulsos del
pecho humano perecieron ante la austeridad cruel y dura de la ley divina.