re - Ateneo de Madrid

ggg
febrilmente me da la bienvenida, como si quisiera señalarme con sus aleteos
las regocijadas vibraciones de un corazón que late por mí.
Es mi casita campesina un retiro delicioso, y en ese apartamiento del mundanal
ruido hallo yo el mayor encanto de mi vida, sin que por esto pretenda
incluirme en el número de aquellos pocos sabios de que nos hablara el admirable
y admirado cantor del Termes. Yo no sé lo que sabrían tales sabios, si
su ciencia sería sencilla ó complicada, reducida ó extensa. Yo sólo sé que
toda mi sabiduría se reduce á saber vivir, y que todos mis estudios y todas
mis meditaciones tuvieron como finalidad inmediata el aprender á gozar de
la vida.
Por eso quise establecerme la norma del hogar soñado, y en esa soledad
tan tibiamente agradable saborear con sibarita fruición la delicia de un amor
sencillo, el encanto de una pasión mansa como el fluir de un arroyuelo geórgico,
y constante como las leyes de la Naturaleza.
Y de ese amor disfruto; gozo de esa pasión en el muelle retiro de mi casa
campesina.
El objeto del amor.
Yo imaginó el estuche, y, una vez imaginado, me encontré en el caso de
imaginar la joya que en él había de encerrarse. Y también la imaginó; porque...,
¡cuándo la imaginación halló obstáculos que le fueran inderrotables!
Pero esta vez..., silencio, no lo digo, que pudiera pagar á subido precio la
sinceridad de mi alma.
El objeto del amor era para mí una mujercita quo poseyese unos ojos amables.
¿Dónde encontrar estos ojos? Yo me he detenido muchas veces en la calle
y he mirado pasar á las mujeres. Ellas pasan alegres, confiadas, reidoras; ellas
son el mayor encanto de la vida. Las he visto pasar y las he mirado á los ojos,
siempre á los ojos, porque los ojos son las ventanitas de las almas, y un alma
de mujer era lo que yo buscaba.
Pasaban y pasaban, y yo siempre esperando á que pasase la que yo esperaba,
y ella sin pasar, como si no existiese en el mundo y fuera inútil el que
yo la aguardase.
Pero un día..., un día pasó. La vi llegar asombrado, no queriendo creer lo
que mis ojos veían, pensando en apariciones becquerianas ó en leyendas do
encantadas mujeres. Su andar era menudito, como de paloma; su cuerpo una
delicia, de figulina de Tanagra; su cabecita orguida y dominante, impuesta
sobre un cuello divinamente modelado; su rostro un triunfo de bondad. Pero
lo que más llamó mi atención fueron SITS ojos. Eran los ojos amables que yo
esperaba.
¿Cómo son estos ojos? Pensad en unos ojos rasgados, en unas largas pestañas,
en unas sombrosas y bien trazadas cejas. Abrid los párpados como en
gesto de extrañeza, y allá en el fondo imaginad un circulito negro que se
. agranda á medida que lo estáis observando, y en medio de ese circulito una