re - Ateneo de Madrid

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La primera obrada de una restauración de la Iglesia de Cristo estaba hecha.
Nadie regateará á León XIII ese timbre. Inmutable es aquélla en lo que tiene
de divino; pero no ha sido otorgado á las hechuras de los hombres el dominio
de la eternidad. Los humanos han elaborado las constituciones canónicas y la
parte accidental de la Iglesia. León XIII se proponía destruir la obra de estos
últimos siglos para edificar de nuevo. Volvía con el propósito á los primeros
tiempos, á aquellos de las catacumbas, en que la grey cristiana era el germen
de una sociedad democrática; á las primeras épocas de las órdenes religiosas,
democráticas siempre en sus comienzos; al Evangelio en verdad, de donde
arrancan todos los progresos políticos y todos los dogmas sociales que han
restituido al hombre, tras sangrientas revoluciones, la corona de su dignidad.
La Iglesia del porvenir que se dé la mano con la de un pasado remoto; la Iglesia
soñada de que habla Zola en las primeras páginas de Roma, comenzó á aparecer,
evocada en el espíritu de León XIII por las palabras de los evangelistas.
Nota Renán que todos los innovadores eclesiásticos vuelven sus ojos al
Evangelio, porque á su luz advierten las desviaciones experimentadas en el
camino recorrido. La concordia entre los humildes exaltados por las revoluciones
políticas y la Iglesia, que los abandonó y á ellos ha de volver, llevada
por la evolución religiosa, había principiado. No era más que germen; pero
florecería en el porvenir. Tal vez su virtualidad no transcendió desde el Vaticano
á los bajos fondos del mundo católico. Pero había recibido ya el beso fecundante
de los labios do un Pontífice. La doctrina de León XIII estaba más
enlazada con la doctrina evangélica que con la Iglesia militante. Los que á
ésta volvían los ojos y se olvidaban de aquélla, persistían en sus yerros de
sectarios, pero se divorciaban de los dogmas de porvenir y de Cristo. Porque
buscaban á Jesús en una Iglesia inflexible, como las mujeres á Cristo en el
sepulcro. Y Jesús ha resucitado.
Pío X se levanta sobre su solio para representar todo lo contrario de esas
dos conciliaciones. Lejos de ceder voluntariamente, con discreto espíritu de
armonía, el terreno que el robustecimiento de la personalidad individual va
conquistando al hieratismo y á la dogmática, pretende reivindicaciones imposibles.
Resucita el viejo símil de San Bernardo: el Estado es la luna; la
Iglesia, el sol que proyecta su luz sobre aquélla; todo el arsenal metafórico del
arcaico ultramontanismo reverdece; el Poder civil es el cuerpo; el Poder eclesiástico,
el alma; la tiara es la inteligencia que concibe y la voluntad que
manda; la corona es el brazo que ejecuta. Y en tan locos sueños, los vetustos
mantenedores del predominio teocrático se pierden en desvarios, como gentes
anacrónicas asaltadas de improviso por una peregrina demencia.
Resultado: el rompimiento con Francia; la hostilidad de Alemania hacia
el Centro católico; la agitación anticlerical en España, en Italia, en Portugal.
Sobre las ilusiones de León XIII caen en este derrumbamiento las ruinas de
una generosa esperanza. No hay conciliación, hay guerras; una segunda eta-