re - Ateneo de Madrid

— 318 -
Pero resulta que esta turofóbia, que teníamos derecho de creer, dada su bondad decantad.ísima,
regla universal, tiene un relativismo tan estrecho, que, lejos de ascender á
la cima de los principios, se queda en el llano, bajo el peso de intereses tan egoístas y
tan materiales, que apenas si merece él nombre de política, palabra que lleva consigo
la idea de un procedimiento regular y normal.
Turófoba, intransigente, la raza blanoa, cuando ss trata del Asia ó del África,
aparece más xenófoba que los chinos y tibetanos cuando' se trata de abrir sus puertas
á la inmigración de japoneses, chinos ó indios. Lo mismo en la gran República americana,
que en el Canadá y Australia, los Poderes públicos cierran todas las entradas á
la inmigración asiática; y no se limitan á esto, sino que intentan expulsar individuos
ya establecidos, amenazándoles con los procedimientos sumarios del linchamiento, idénticos
á los que aplican los chinos á los misioneros, no en defensa de un ideal social y
religioso, sino en protección de un interés económic'o.
No saben lo que dicen los publicistas que nos hablan, con motivo de tales luchas,
de odios de raza. Las guerras de raza se acabaron en el siglo V, y las de religión, en el
siglo XVI. No caben odios de raza desde que los europeos y americanos se establecen
tranquilamente en medio de los pueblos amarillos ó de las tribus negras, cuando hallan
provechosa la expatriaeión.
Precisamente, los motines surgidos en América y el Canadá se deben, por una parte,
á que miles de asiáticos hallan ocupación y trabajo en las empresas de los hombres
blancos, que los prefieren, por los salarios bajos, á sus conciudadanos; y, por otra, á que,
como empresarios de ciertos servicios, por lo económico de sus precios, tienen una
clientela mayor que los industriales aborígenes. Es, sencillamente, una de las formas del
problema económico, de la doctrina de la protección política al trabajo, que de día en
día extiende su dominio sobre el Estado, para emplear sus recursos y sus fuerzas como
el medio eficaz de resolver e3os conflictos de la concurrencia, que hace medio siglo se
juzgaban como el santuario intangible de la libertad. Ya no basta la muralla de las tarifas
contra los productos; son menester las murallas de las bayonetas contra la inmigración.
Si se hacen guerras, dicen, en beneficio del capital, ¿por qué no han de hacerse en
favor del trabajo?
A este respecto, nada hay más sugestivo que los ensayos de la Australia, donde
Lyne intenta conseguir, con todas las probabilidades de éxito, no ya sólo que el Estado
arregle los conflictos entre el capital y el trabajo, sino que fije de antemano los salarios
y el precio de los artículos, como una compensación de las tarifas protectoras.
Resulta, pues, que el problema americano-japonés no deriva de sentimientos acumulados
por la sucesión de siglos, sino por intereses del presente. Ahora resta averiguar
si esos intereses son de tal manera inconciliables en sus direcciones opuestas, que
no tengan otra solución que la fuerza. Aunque esta pregunta no puede contestarse con
seguridad, porque en las convenciones diplomáticas y en las soluciones bélicas, resulta
siempre factor poderoso la idiosincrasia de los hombres dirigentes y el sentimentalismo
colectivo, es lo cierto que, por mucho que se diga, parece muy difícil, dadas las complicaciones
de la política europea, una lucha entre el Japón y los Estados Unidos, que
vinovlaría sólidamente á la República americana con el Imperio alemán. Seguramente,
aparte de otras razones, bastaría ésta para que Inglaterra ponga toda su incontrastable
influencia en la balanza de la paz, con el fin de evitar un conflicto que podría tener una
consecuencia tan contraria á sus intereses.
Probablemente, Tratados definidos graduarán la inmigración asiática á los pueblos
sajones de la América, procurando desviarla hacia los pueblos latinos del Centro y del