re - Ateneo de Madrid

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amarga, enigmática impresión pesimista, pero un convencimiento tristemente sólido.
Un superhombre—claro es que así tiene que ser á quien las peripecias de la novela no
pongan los pelos de punta—, de regreso de una excursión, sorprende á su mujer, tras
un biombo, besuqueándose con un amante. Y al punto os ocurrirá pensar que el marido,
loco, fuera de sí, va en busca de un revólver para matarlos. No; con serenidad augusta
los mira un momento; deja escapar una sonrisa de sarcástica beatitud, y como si nada
hubiérale ocurrido, penetra en su despacho. ¿Sabéis cuál es su venganza? Arrojar por
la ventana un maniquí de mimbre, y su separación inmediata... ¿No os entusiasma esta
placidez civilizada de los temperamentos de nuevos tiempos? Pues ahí, precisamente
ahí, es hasta donde quiere llegar Felipe Trigo. Sin embargo, no. se me negará que en
el fondo de toda compleja cuestión hay mil simplicísimas cuestiones, y que en el fondo
de ésta hay una gravísima cuestión de temperamento. ¿Quién puede garantizar que todos
los hombres han de participar de la mansa beatitud del héroe de Anatole? El amor
en la Vida es antagónico y contradictorio, á veces, del amor en los Libros.
Claro; como que lo uno es bello resurgimiento de un paganismo real, es la vida misma;
y lo otro, el amor en la vida, no como es, sino como quieren que sea los que la escriben.
II
Y pasando por alto la manifiesta impudibundez de algún capítulo de la obra, llegamos
á una parte ágil y substanciosa. En ella, enérgicamente, el novelista de la mujer rompe
el gordiano nudo de una poética lej'enda. Y si. esto es así, y si la leyenda es leyenda,
hace bien Trigo en romperla. Guerra á los convencionalismos. Cuando la verdad destruye,
tendrá sus razones al destruir. ¿Es acaso que una nueva construcción, espléndida
y magnífica, más sólida y útil que la que ya tiene un marcado carácter de caducidad,
va á llenar su puesto? ¿Y sabéis contra quién arremete primero en un hermoso capítulo
á propósito de la transformación de la mujer?... Pues contra los poetas.
La han idealizado tanto, la han divinizado tan altamente en sus versos, que al igual
de una figulina de Sevres, nos han tratado de imponer que el sexo débil no debe en la
vida tener más finalidad que la de embellecerla y servirnos de adorno. Cierto que la realidad
va siempre á la zaga de la quimera: pero en este caso, ni á distancia puede seguirla.
Y Trigo se rebela con los poetas que, cantando la excelsitud de la mujer, no hacen
otra cosa que alimentar una quimera. ¿No sabe Trigo que estas canciones de los poetas
no son más que prestigioso deseo lírico? Los poetas—exclama el autor del libro que motiva
estas líneas—mienten al afirmar que la mujer es la diosa de la vida á quien debemos
rendir culto eterno. «Vuélvanse á la realidad los ojos—agrega—, y se verá al ser
idolatrado... ¿en los altares de la consideración? No; en casas de prostitución sirviendo
para escarnio de los amores; en las fábricas ó en el río, tejiendo y lavando la ropa de
los poetas; y las más dichosas, de ángeles del hogar..., con aguja, y con escoba, y con
soplillo para servirle como esclavas domésticas al hombre...»
No obstante, conviene hacer una salvedad en favor de quien al preconizar tan dignamente
la misión de la mujer, no lo hace inspirándose en las impurezas déla realidad,
sino lo que en un orden de superior moral social debiera acontecer. Pues debe tenerse en
cuenta que los poetas que así la exaltan no pretenden afirmar la situación de femenino
sexo en esta ó en la otra sociedad, en este ó esotro tiempo, en una civilización rica y
floreciente ó en otra medioeval y atrasada. Cantan con alegre cantar de alondra, amiga