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La cura - Glenn Cooper-holaebook-holaebook

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—¿Yo dije eso? No me acuerdo.

—Hay que joderse… —exclamó Joe, sacudiendo la cabeza como un poseso.

—Bueno, puede que lo dijera, puede que no. No vamos a perder el tiempo

echándonos las culpas unos a otros. Hay que arreglar la situación ahora que aún

estamos a tiempo. Contamos solo con ocho cabezas de ganado, que es un

montón de carne para nosotros seis, pero si nos quedamos sin electricidad no

podremos conservarla después de matar las reses. Y solo tenemos provisiones y

comida enlatada para una semana o dos. Así que hemos de ir al pueblo.

—También andamos cortos de municiones —señaló Joe.

—Entonces tendremos que conseguir más.

—No habrá ninguna tienda abierta.

—No me vengas con tonterías. No estoy hablando precisamente de comprar.

En el trayecto hasta el pueblo, sentaron a Brittany en el asiento trasero de la

camioneta de Edison, donde la pequeña se entretuvo con sus rotuladores y un

cuaderno de colorear. Edison superó con creces el límite de velocidad, ya que

imaginaba que la policía local no se habría molestado en montar controles. El

final del verano había sido más frío que en los últimos años y las hojas

empezaban a colorearse antes de lo habitual. En otoño Dillingham mostraba su

mejor cara. El intenso cromatismo del follaje cautivaba las miradas, que dejaban

de fijarse en la pintura desconchada de las casas y en las vallas medio caídas.

Conforme te acercabas al centro —el distrito financiero, por así decirlo—, las

parcelas residenciales disminuían de tamaño y las casas (la mayoría de madera, las

mejores de ladrillo) se apiñaban. En la calle principal no se veía ninguna de las

habituales franquicias nacionales: no había suficiente dinero en Dillingham para

atraerlas. Había un banco local, un bazar que vendía cerveza y licores, dos

gasolineras, un colmado, una barbería y salón de manicura que regentaba un

matrimonio, un restaurante que cerraba después del almuerzo y una pequeña

funeraria que, por lo general, andaba escasa de clientela. Para todo lo demás,

incluidas las escuelas, la gente tenía que ir a Clarkson. Las cuatro iglesias que

había en el pueblo parecían excesivas para sus setecientos habitantes, pero todas

conseguían mantenerse a flote ofreciendo distintas aproximaciones al

protestantismo.

Edison aminoró la marcha para echar un vistazo a la iglesia de la Alegría

Celestial, que hasta el mes de mayo anterior había sido su lugar de culto. Era un

edificio bajo de ladrillo, con un tejado muy gastado que pedía a gritos una

remodelación y un letrero que anunciaba el tema del próximo sermón dominical

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