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La cura - Glenn Cooper-holaebook-holaebook

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buscarlas.

—¿Quieres jugar fuera?

—Sí.

—Ahora no, Dylan —dijo Connie.

—¿Podemos jugar después del desayuno? —preguntó Emma.

Jamie dijo que sí.

Kyra ya no estaba celosa de ellos. Tenía la cabeza en otra parte.

—¿Podemos ir a buscar a Jeremy, papá?

Jamie solía llevarla consigo cuando hacía su ronda matutina mientras Connie

vigilaba a Dylan y a Emma. Sin la escayola, podía desplazarse sin impedimentos.

Kyra tampoco llevaba ya el brazo en cabestrillo y volvía a estar contenta.

Mientras Jamie comprobaba el estado de salud de los reclutas de Holland, ella y

Jeremy lo acompañaban y tonteaban bajo su atenta mirada. Más tarde, Connie

examinaba a los reclutas que Jamie le indicaba, los que tenían problemas más

indicados para que los tratase un cirujano: lesiones, dolor abdominal, problemas

ginecológicos.

La ronda de Jamie terminaba en casa de Holland, donde veía a sus dos

últimos pacientes. Melissa estaba empeorando. Streeter había encontrado una

reserva de Dilantin para las convulsiones, pero seguía sufriendo ataques varios

días por semana. Tenía un brazo inutilizado y una pierna tan débil que ya no

podía caminar sin ayuda. Su existencia se limitaba a ir de la cama al sillón, y la

confusión empezaba a hacerse notar.

—Anoche me preguntó acerca de la programación de su curso de Historia

colonial —le contó Holland a Jamie un día—. Cree que tiene que dar clase en la

facultad.

—Prepárate para más incidentes parecidos —le advirtió Jamie con frialdad.

Holland era su captor, de modo que Jamie le negaba la comprensión que de

ordinario concedería al marido de una paciente enferma. Le contaba la verdad

sobre su pronóstico, le exponía sus quejas sobre la adicción y las fechorías de

Streeter y pasaba el menor tiempo posible en su presencia.

Después de ver a Melissa, visitaba a su otra paciente, Gloria Morningside.

Su apatía se había agudizado hasta convertirse en una depresión con todas las

de la ley, y Jamie pasaba tiempo con ella a diario para animarla y tratar de

ofrecerle alguna clase de esperanza. Era una batalla difícil.

—Mi marido está muerto —decía ella—, mi familia en Iowa y, bueno, no

quiero ni pensar qué habrá sido de ellos. Nosotros somos prisioneros. Estamos

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