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La cura - Glenn Cooper-holaebook-holaebook

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bloqueaban la calzada al otro lado. Custodiaban la puerta tres soldados con

uniforme de camuflaje del desierto y mascarilla, con las armas en la mano. Jamie

se les acercó poco a poco y entre la neblina de la mañana distinguió las tiendas de

campaña y los coches aparcados en el césped a lo largo de Cedar Lane, a ambos

lados del camino. Un puñado de figuras fantasmagóricas, envueltas bajo un

manto brumoso, repararon en su coche y se dirigieron a la entrada.

Uno de los soldados levantó la mano y, al ver que Jamie seguía avanzando,

alzó el fusil. Jamie frenó, dejó el Volvo al ralentí y bajó la ventanilla.

—Estas instalaciones son una zona restringida —dijo el joven sargento con

voz ronca, antes de que Jamie pudiera decir nada—. Dé la vuelta y márchese.

—Necesito entrar. Soy el doctor Jamie Abbott. Soy un investigador médico

de Boston. He estado trabajando en una cura para la epidemia.

—No dejamos entrar a nadie, señor. Son órdenes estrictas.

—Traigo unas muestras biológicas de importancia crucial.

—No se entra. Punto.

Jamie perdió los estribos; sus gritos volcánicos despertaron a las niñas.

—¿Es que no entiende lo que le estoy diciendo? ¡Llevo la puta cura dentro de

este coche! ¡Llame a alguien que me autorice a entrar o asuma la responsabilidad

de tirar este país por el retrete!

Al oír la bronca, los otros guardias levantaron sus armas, pero el soldado que

la había recibido les indicó que tenía la situación bajo control. Hasta que vio la

pistola en el salpicadero y el fusil apoyado en el asiento del copiloto.

—¡Armas! —gritó.

Los otros dos centinelas, soldados rasos, acudieron corriendo y abrieron la

puerta del copiloto. A punta de pistola, ordenaron a Jamie que bajara del coche y

se tumbara boca abajo en el pavimento. Él obedeció y pidió disculpas por gritar,

pero la situación se le había ido de las manos, y las niñas estaban chillando.

Confiscaron su pistola y su fusil AR-15.

—Dígales que se callen —ordenó el sargento mientras le ataba las manos a la

espalda con una brida.

—Emma, Kyra, no pasa nada. No me han hecho daño, estoy bien.

Se abrieron puertas de tiendas de campaña y de coches y acudió más gente a

la verja. Uno de los soldados perdió los nervios.

—¡Eh, capullos, os he dicho que no os acercarais aquí, hostia! Si alguien da

un paso más, le pego un tiro.

Los madrugadores dejaron de avanzar.

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