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La cura - Glenn Cooper-holaebook-holaebook

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—Ni de coña —coincidió Connie.

—Vaya pico tiene la tía —comentó Streeter.

—Creo que seremos nosotros quienes nos ocupemos de la logística de mi

propiedad —dijo Holland con tono vacilante.

—Si quiere que tratemos las jaquecas de su mujer —protestó Jamie con la

mandíbula apretada—, si quiere que drenemos sus abscesos, si quiere que

prestemos servicios médicos a las sesenta personas que, según dicen, viven en este

sitio, nuestros hijos se quedan con nosotros.

—Oye, capullo, aquí no mandas tú —le advirtió Streeter, pero Holland

levantó la mano.

—Chuck, no pasa nada. Reclutas se encuentran a patadas. Los médicos son

como los diamantes. Y la presidenta de nuestra antaño gloriosa nación… En fin,

eso es una rareza única, como encontrar el diamante Hope. Las cosas como son:

para nosotros ha sido una noche muy buena. Señora presidenta, hoy será usted

nuestra invitada, mía y de Melissa, y los médicos compartirán una cabaña con sus

hijos. Hala, arreglado.

—¿Arthur dormirá con nosotros? —intervino Emma. Por lo visto, se había

esforzado mucho por seguir la conversación.

—¿Se me ha pasado por alto un alma? —preguntó Holland.

Connie señaló al perro.

—Ese es Arthur.

—El señor Streeter llevará a Arthur a la cabaña. Será muy popular aquí.

Melissa Holland tenía el mismo acento plano de Carolina del Norte que su

marido y vestía con el mismo estilo conservador. En su caso, combinaba una

blusa blanca abrochada hasta el cuello con una falda gris oscuro hasta media

pantorrilla y unos zapatos cómodos. A Jamie le pareció que tenía más o menos la

misma edad que Jack Holland, cuarenta y muchos años. No era una mujer

atractiva: tenía los ojos saltones, tiroideos, con una nariz que parecía la proa de un

barco. Aun así, por el atento lenguaje corporal de Holland, saltaba a la vista que

besaba el suelo que ella pisaba.

Jamie, Connie, sus hijos y Gloria Morningside se sentaron en el salón de los

Holland mientras Streeter y sus hombres preparaban una cabaña. La casa tenía

un aire acogedor. Había una librería que ocupaba una pared entera y, sobre la

chimenea, un retrato al óleo de los Holland posando delante de un señorial

edificio de ladrillo, rodeados de arriates de primaverales azaleas. Sobre la mesa

baja estaban las gafas de leer de ambos. Aquello no era como Dillingham, donde

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