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La cura - Glenn Cooper-holaebook-holaebook

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—Ese muchacho era un pedazo de cabrón antes de que se le borrara el

cerebro y lo sigue siendo ahora —dijo Joe.

Edison estaba de acuerdo.

—Cada uno es como es, supongo.

A los seleccionados los subían a los autobuses: los hombres en uno y las

mujeres en el otro; sabía, por experiencia propia, lo agresivos que se ponían

algunos con el sexo opuesto. Cuando los vehículos estaban llenos, transportaban

su cargamento humano de vuelta al Campamento Edison (como había empezado

a llamarlo), los encerraban con algo de comida para que estuvieran calladitos y

retomaban su búsqueda casa por casa.

Aquella noche, Edison fue al granero más grande para hacer inventario tras la

jornada.

Las filas de su milicia se habían engrosado hasta alcanzar los cuarenta

efectivos: desde adolescentes hasta hombres de mediana edad, todos ellos más o

menos conocidos. Edison y Joe sabían cuáles cazaban y cuáles no. Los cazadores

recibían fusiles porque conservaban el recuerdo de cómo manejar armas de fuego.

A los otros les deban palancas, mangos de hacha o martillos; supondría

demasiado esfuerzo enseñarles a disparar.

Usando un cubo con trozos de manzana como refuerzo positivo y un leño a

modo de refuerzo negativo, pusieron a trabajar a sus nuevos reclutas en lo que

vino a ser un campamento de instrucción exprés hasta que se hizo de madrugada.

Les enseñaron que Edison era su padre y lo que se suponía que debían hacer a los

hombres malos. Aprendieron de recompensas y aprendieron de castigos.

—Vosotros todavía no lo entendéis, muchachos —les dijo Edison—, pero

llegaréis a entenderlo. El Señor ha purificado vuestras mentes con un propósito.

Ha lavado toda vuestra inmundicia. Ha limpiado todas vuestras impurezas. Yo

seré su instrumento para llenar vuestras cabezas de rectitud. Yo seré quien os

muestre el camino. Todos vosotros habéis renacido.

Mientras la milicia entrenaba, Gretchen formó un corro con sus nuevas dos

ayudantes. Las conocía a ambas del pueblo, aunque eran feligresas de iglesias

diferentes. Una se llamaba Mary Lou y guardaba un silencio desolado porque

había presenciado el asesinato de su marido sano y el rapto de sus dos hijos

infectados. La otra, Ruth, permanecía impasible; había usado una plancha para

descalabrar a su marido infectado cuando la había agredido, de manera que,

cuando Joe Edison había ejecutado al hombre comatoso esa mañana, había sido

más o menos un golpe de gracia.

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