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102<br />
XXIV<br />
Con su diminuta cartera de cuero en la mano, Richard Diver se alejó del distrito séptimo, en<br />
donde había dejado una nota para María Wallis firmada «Dicole», la palabra con la que<br />
Nicole y él habían firmado su correspondencia durante la primera época de su idilio, y fue a<br />
sus camiseros, cuyos empleados le trataron con una atención desproporcionada al dinero<br />
que gastó. Se sintió avergonzado de despertar tantas esperanzas en aquellos pobres ingleses<br />
sólo porque sus modales eran finos y tenía aspecto de poseer la clave de la seguridad, y se<br />
sintió avergonzado de pedir simplemente que le hicieran un mínimo arreglo en una camisa<br />
de seda. Después fue al bar del Crillon y se tomó un café y dos dedos de ginebra.<br />
Al entrar en el hotel le había parecido anormal ver el vestíbulo tan iluminado, pero al salir<br />
comprendió que era porque ya había oscurecido afuera. Eran sólo las cuatro y parecía que<br />
fuera de noche. Hacía viento, y en los Campos Elíseos las hojas cantaban al caer, ligeras y<br />
salvajes. Dick torció hacia Rue de Rivoli y caminó dos manzanas bajo los soportales hasta<br />
su banco, en donde había correo para él. Luego tomó un taxi y subió por los Campos<br />
Elíseos cuando empezaban a caer las primeras gotas de lluvia, solo con su amor.<br />
Rosemary le abrió la puerta llena de emociones de las que nadie más tenía idea. Era como<br />
una especie de «animalito salvaje». Habían pasado veinticuatro horas y seguía dispersa y<br />
absorta jugando con el caos; como si su destino fuera un rompecabezas, contaba los<br />
beneficios obtenidos y las esperanzas que tenía y separaba a Dick, a Nicole, a su madre y al<br />
director que había conocido el día anterior como las cuentas de un collar.<br />
Cuando Dick llamó a la puerta, acababa de vestirse y estaba contemplando la lluvia y<br />
pensando en algún poema y en las cunetas inundadas en Beverly Hills. Al abrir la puerta,<br />
Dick se le apareció como un ser inmutable, una especie de dios como siempre había sido,<br />
rígido e imposible de moldear, como los jóvenes pueden ver a los mayores. Dick, por su<br />
parte, sintió un desencanto inevitable al verla. Tardó algo en responder a la incauta dulzura<br />
de su sonrisa, a su cuerpo calculado al milímetro para sugerir un capullo y garantizar una<br />
flor. Notó, a través de la puerta del cuarto de baño, las huellas que habían dejado sus pies<br />
mojados sobre una alfombrilla.<br />
-Miss Televisión -dijo, con una alegría forzada. Puso los guantes y la cartera sobre el<br />
tocador y apoyó el bastón contra la pared. Su mentón se imponía sobre el rictus de dolor de<br />
su boca y lo trasladaba a la frente y a los rabillos de los ojos, como tratando de ocultar un<br />
miedo que no debía mostrarse en público.<br />
-Ven y siéntate en mis rodillas -le dijo con dulzura-, para que pueda ver de cerca esa boca<br />
tan deliciosa.