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-<strong>Es</strong> una decisión que tengo que tomar yo, Baby - dijo en tono mesurado-. De todos<br />
modos, te agradezco que quieras comprarme una clínica.<br />
Baby, dándose cuenta de que se había entrometido, se apresuró a recoger velas.<br />
-Desde luego, es asunto tuyo y nada más que tuyo.<br />
-Una decisión de esta envergadura puede llevar semanas. No sé si me convence mucho la<br />
idea de vernos anclados en Zurich Nicole y yo.<br />
Se volvió hacia Franz, previendo lo que iba a decir: -Sí, ya sé. Zurich tiene fábrica de gas y<br />
agua corriente y luz eléctrica. Viví allí tres años.<br />
-Bueno, mejor será que te lo pienses bien -dijo Franz-. Confío en que...<br />
En ese momento empezaron a sonar las fuertes pisadas de un centenar de pares de botas<br />
pesadas que se dirigían hacia la puerta, y todos les siguieron los pasos. Afuera, a la nítida<br />
luz de la luna, Dick vio cómo la muchacha amarraba su trineo a uno de los tiros que había<br />
allí delante. Se apiñaron en su propio trineo y, con el restallido de las fustas, los caballos<br />
tensaron los músculos y se lanzaron a la oscuridad. Vieron pasar ante sí un revoltijo de<br />
figuras que corrían; al-gimas parecían de jóvenes que se empujaban unos a otros hasta<br />
hacerse caer de trineos y patines, aterrizaban en la nieve blanda y corrían jadeantes detrás<br />
de los caballos hasta que se dejaban caer exhaustos en alguno de los trineos o se quejaban a<br />
gritos de que les habían abandonado. A ambos lados los campos estaban sumidos en una<br />
calma benéfica; la cabalgata avanzaba por un espacio elevado y sin límites. Al llegar a<br />
aquellos parajes, el ruido de voces pareció decrecer, como si todo el mundo, por un instinto<br />
atávico, estuviera atento al aullido de los lobos en la inmensidad nevada.<br />
En Saanen se metieron en tropel en el baile del ayuntamiento, abarrotado de vaqueros,<br />
sirvientes de los hoteles, tenderos, profesores de esquí, guías, turistas y campesinos. Entrar<br />
en aquel cálido recinto después de haberse sentido afuera en una relación animal,<br />
panteística, con la naturaleza, era como volver a asumir un nombre rimbombante y absurdo<br />
de caballero que retumbaba como botas con espuelas en la guerra, como calzas de botas de<br />
fútbol en el suelo de cemento de unos vestuarios. Se oía el típico cantar tirolés, cuyo ritmo<br />
familiar hizo que la escena perdiera para Dick todo el carácter romántico que primero había<br />
visto en ella. En un principio creyó que ello se debía a que había logrado apartar a la<br />
muchacha de su pensamiento, pero luego se acordó de lo que Baby había dicho:<br />
«Tendríamos que estudiarlo bien», y todo lo que esa frase llevaba implícito: «Eres<br />
propiedad nuestra y antes o después tendrás que aceptarlo. <strong>Es</strong> absurdo que sigas<br />
pretendiendo que eres independiente».<br />
Hacía ya muchos años que Dick no le guardaba rencor a ningún ser humano: desde que,<br />
siendo estudiante de primer año en New Haven, había caído en sus manos un libro muy<br />
popular sobre «higiene mental». Pero en aquel momento estaba tratando de contener la