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Aunque a los Diver todo lo que oficialmente se consideraba moda les era en verdad<br />
indiferente, eran demasiado perspicaces para renunciar totalmente al ritmo que marcaba la<br />
época. Cuando Dick organizaba algo la diversión era casi sin respiro, y tanto más se<br />
apreciaba respirar de vez en cuando el aire fresco de la noche haciendo una pausa en la<br />
diversión.<br />
En aquella salida nocturna todo ocurría a la velocidad de una comedia de enredo. Unas<br />
veces eran doce, otras dieciséis, otras gru p os de a cuatro en distintos automóviles en aquella<br />
especie de odisea acelerada por París. Todo había sido organizado de antemano. <strong>La</strong> gente se<br />
les unía como por arte de magia, les acompañaba como especialistas, casi como guías,<br />
durante una etapa de la noche y luego desaparecía y le sucedía otra gente, de modo que<br />
parecía que cada una de aquellas personas se hubiera estado reservando sólo para ellos todo<br />
el día. Qué diferente le parecía aquello a Rosemary de las fiestas de Hollywood, por muy<br />
suntuosas que éstas fueran. Entre otras muchas atracciones tenían a su disposición el coche<br />
del shah de Persia. Cómo se había incautado Dick de aquel vehículo o qué tipo de soborno<br />
se había empleado eran cosas que carecían de importancia. Rosemary lo aceptaba<br />
simplemente como un aspecto más de aquel mundo de fábula en el que vivía desde hacía<br />
dos años. El coche se había fabricado con un chasis especial en los <strong>Es</strong>tados Unidos. <strong>La</strong>s<br />
ruedas y el radiador eran de plata. El interior estaba incrustado de innumerables brillantes<br />
que el joyero imperial se encargaría de sustituir por piedras preciosas auténticas en cuanto<br />
el coche llegara a Teherán la semana siguiente. En la parte de atrás sólo había un asiento<br />
propiamente dicho, porque el shah debía ir solo, de modo que por turnos se sentaban en él y<br />
en la alfombra de piel de marta que cubría el suelo.<br />
Pero lo más importante era la presencia de Dick. Rosemary le aseguró a la imagen de su<br />
madre, que la acompañaba a todas partes, que jamás, jamás, había conocido a nadie tan<br />
encantador, tan absolutamente encantador como Dick lo estaba siendo esa noche. Lo<br />
comparó con los dos ingleses a los que Abe llamaba con gran seriedad «Comandante Hengest<br />
y señor Horsa», y con el heredero de un trono escandinavo, con el novelista que<br />
acababa de regresar de Rusia, con Abe, tan desesperado y tan ingenioso, y con Collis Clay,<br />
que se les había unido en algún sitio y seguía con ellos, y pensó que no había comparación.<br />
El entusiasmo y la generosidad que había detrás de toda la actuación de Dick le tenían<br />
fascinada. El manejo de todos aquellos tipos tan variados, que parecían depender tanto de<br />
sus suministros de atención para cada uno de sus movimientos como un batallón de<br />
infantería depende de las raciones, no parecía costarle el menor esfuerzo, de forma que aún<br />
le quedaban reservas de su personalidad más íntima para ofrecer a todo el mundo.<br />
Después recordaría los momentos en que se había sentido más dichosa. El primero era<br />
aquel en que ella y Dick estaban bailando y sintió cómo resplandecía su propia belleza<br />
junto a la figura alta y fuerte de él mientras flotaban, parecían estar suspendidos en el aire<br />
como en un sueño divertido. <strong>La</strong> hacía girar a uno y otro lado con tal delicadeza que se