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De regreso en Villa Diana, Dick fue a su estudio y abrió los postigos, que se habían cerrado<br />
para evitar la luz fulgurante del mediodía. En las dos largas mesas, dispuestos en un ordenado<br />
desorden, estaban los materiales de su libro. El volumen I, relativo a la<br />
Clasificación, había obtenido cierto éxito en una modesta edición subvencionada. <strong>Es</strong>taba<br />
negociando su reedición. El volumen II era una versión considerablemente ampliada de su<br />
primer librito, Psicología para psiquiatras. Como le pasa a tantos hombres, había<br />
descubierto que sólo tenía una o dos ideas, y que su pequeña colección de ensayos, ya en su<br />
quincuagésima edición en alemán, contenía el germen de todos sus posibles pensamientos o<br />
conocimientos.<br />
Pero en aquel momento aquello le inquietaba mucho. <strong>La</strong>mentaba los años que había<br />
perdido en New Haven, pero sobre todo consideraba que había una contradicción entre el<br />
lujo cada vez mayor con que vivían los Diver y la necesidad de hacer ostentación de él, que<br />
al parecer era una de sus condiciones intrínsecas. Cuando se acordaba de la historia que le<br />
había contado su amigo rumano del hombre que se había pasado años estudiando el cerebro<br />
de un armadillo, le entraba la sospecha de que los alemanes, con lo tenaces que eran, tenían<br />
copadas las bibliotecas de Berlín y Viena y se le iban a adelantar sin ninguna consideración.<br />
Había decidido más o menos resumir su trabajo, dejándolo en el estado en que se<br />
encontraba, y publicarlo en un tomo sin bibliografía de cien mil palabras como introducción<br />
a otros tomos más eruditos que escribiría más adelante.<br />
Hizo firme esa decisión mientras daba vueltas en su estudio entre aquellos últimos rayos de<br />
sol. De acuerdo con el nuevo plan que se había trazado, podría acabarlo todo para la<br />
primavera. Tenía la impresión de que si a un hombre de su energía le habían acosado las<br />
dudas durante todo un año era porque había algo que fallaba en el plan.<br />
Puso las barras de metal dorado que usaba como pisapapeles sobre los montones de notas.<br />
Barrió un poco, puesto que no permitía que entrara allí ningún criado, limpió superficialmente<br />
el cuarto de aseo con Bon Ami, arregló una pantalla y puso en el buzón un<br />
pedido para una editorial de Zurich. Luego se sirvió un dedo de ginebra con doble cantidad<br />
de agua.<br />
Vio que Nicole estaba en el jardín. Tenía que ir a hablar con ella y quedó paralizado ante<br />
esa perspectiva. Delante de ella tenía que mantener una fachada impecable, tanto en aquel<br />
momento como al día siguiente, semana tras semana y año tras año. En París la había tenido<br />
toda la noche en sus brazos mientras ella dormía con un sueño ligero bajo los efectos del<br />
luminal. En la madrugada interrumpió su estado de confusión incipiente antes de que<br />
pudiera cobrar forma, hablándole con ternura a fin de que se sintiera protegida, y ella se<br />
volvió a dormir, rozándole la cara con el perfume cálido de su pelo. Antes de que se<br />
despertara, lo había arreglado todo por teléfono en la habitación contigua. Rosemary se<br />
tenía que ir a otro hotel. Volvía a ser la «niña de papá» y ni siquiera se iba a despedir de<br />
ellos. El propietario del hotel, el señor McBeth, iba a ser como los tres monos chinos. Al