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Hablaba maquinalmente, pues ya había decidido abandonar aquel caso diez minutos antes.<br />
Tuvieron una agradable conversación durante la hora siguiente, y el muchacho le habló de<br />
su país, Chile, y de sus ambiciones. Era lo más cerca que Dick había estado nunca de<br />
entender ese tipo de personalidad desde un punto de vista que no fuera el patológico. Llegó<br />
a la conclusión de que lo que le permitía a Francisco cometer desafueros era precisamente<br />
ese encanto que tenía y, para Dick, el encanto siempre había tenido una existencia<br />
independiente, ya fuera el comportamiento absurdamente heroico de la desgraciada que<br />
había muerto aquella mañana en la clínica o la valerosa elegancia que ese joven descarriado<br />
transmitía a un tema tan viejo y sórdido. Dick trató de dividir ese encanto en fragmentos lo<br />
suficientemente pequeños como para poder acumularlos, pues se daba cuenta de que la<br />
totalidad de una vida podía diferir en calidad de los elementos que la componían, y también<br />
de que la vida a partir de los cuarenta años sólo parecía poder ser observada en fragmentos.<br />
Su amor por Nicole o Rosemary, su amistad con Abe North o con Tommy Barban en el<br />
mundo destrozado de la posguerra. En todos esos contactos, cada una de las personas se<br />
había apretado a él tan estrechamente que había llegado a asumir su personalidad como<br />
propia. Parecía que la única opción era aceptarlo todo o quedarse sin nada. Era como si<br />
estuviera condenado a cargar el resto de su vida con algunos seres que había conocido y<br />
querido años atrás y a sentirse una persona completa únicamente en la medida en que ellos<br />
también lo fueran. Algo tenía que ver la soledad con aquello: era tan fácil ser amado y tan<br />
difícil amar. Mientras estaba sentado en la terraza con el joven Francisco, apareció ante sus<br />
ojos un fantasma del pasado. De entre los arbustos surgió un hombre alto que se contoneaba<br />
al andar de una manera muy curiosa y que se dirigía hacia donde estaban Dick y Francisco<br />
con cierta indecisión. Tan poco resuelto parecía a hacer notar su presencia en aquel paisaje<br />
vibrante que por un momento Dick apenas reparó en él. Pero enseguida se tuvo que levantar<br />
y darle la mano con aire abstraído mientras pensaba: «¡Dónde he ido a caer!» y trataba de<br />
acordarse de cómo se llamaba aquel tipo.<br />
-<strong>Es</strong> usted el doctor Diver, ¿verdad?<br />
-Vaya, vaya. Y usted es el señor Dumphry, ¿no?<br />
-Royal Dumphry. Tuve el placer de cenar una noche en su encantador jardín.<br />
-Claro.<br />
Dick trató de frenar el entusiasmo del señor Dumphry y pasó al terreno de la cronología,<br />
que resultaba más impersonal.<br />
-Fue en mil novecientos... veinticuatro. No, no, veinticinco.<br />
Dick había permanecido de pie, pero Royal Dumphry, que tan tímido se había mostrado al<br />
principio, parecía estar ya completamente a sus anchas. Le dijo algo a Francisco en un tono