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Suave Es La Noche

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-Les dices: «Niñita, eres lo más monito que he visto». ¿Qué crees que se dice?<br />

-No me gustan las niñitas. Huelen a jabón y a caramelo de menta. Cuando bailo con ellas<br />

me siento como si estuviera empujando un cochecito de niño.<br />

Era un tema delicado. Se cuidaba tanto de mirar para otro lado cuando había chicas<br />

jóvenes, haciendo como que no las veía, que se le notaba lo incómodo que estaba.<br />

-Tenemos muchos asuntos que tratar -dijo Baby-. En primer lugar, hay noticias de casa:<br />

sobre los terrenos que solíamos llamar los terrenos de la estación. <strong>La</strong> compañía de<br />

ferrocarriles compró primero sólo la parte central. Acaba de comprar el resto, que era de<br />

mamá, y habrá que pensar en cómo invertir ese dinero.<br />

Haciendo como que le molestaba el giro tan vulgar que había tomado la conversación, el<br />

inglés joven se levantó y fue hacia una chica que estaba en la pista de baile. Tras seguirle<br />

un instante con la mirada insegura de una muchacha norteamericana víctima de una<br />

incurable anglofilia, Baby continuó en tono desafiante:<br />

-<strong>Es</strong> mucho dinero. Son trescientos mil para cada una. De mis propias inversiones me<br />

puedo ocupar yo, pero Nicole no sabe una palabra de valores y me imagino que tú tampoco.<br />

-Tengo que irme a la estación -dijo Dick, no dándose por aludido.<br />

Afuera inhaló la frescura de los copos de nieve que el cielo cada vez más oscuro no le<br />

permitía ya ver. Tres niños que pasaban en un trineo le gritaron algo que sonaba como<br />

aviso en una lengua desconocida; les oyó dar gritos en el sig u iente recodo y, cuando apenas<br />

había dado unos pasos, oyó un ruido de cascabeles que avanzaba pendiente arriba en la<br />

oscuridad. <strong>La</strong> estación estaba vibrante de expectación con los cbicos y chicas que esperaban<br />

a otros chicos y chicas nuevos y, para cuando llegó el tren, a Dick ya se le había contagiado<br />

aquel ritmo e hizo creer a Franz Gregorovius que había sacrificado media hora de una lista<br />

de placeres sin fin.<br />

Pero el propósito que animaba a Franz era tan firme que se impuso sobre cualquier posible<br />

cambio de humor por parte de Dick. «Puede que vaya a Zurich a pasar el día», le había<br />

escrito Dick, «o tal vez puedas tú venir hasta <strong>La</strong>usana». Franz se las había arreglado para ir<br />

hasta Gstaad.<br />

Tenía cuarenta años. Como era una persona madura y sana de mente, sabía resultar<br />

agradable en su trato oficial, pero donde más a gusto se sentía era en el ambiente más bien<br />

sofocante de su hogar, que le daba una seguridad desde la que podía permitirse despreciar a<br />

los ricos desequilibrados que acudían a él para que los reeducara. El prestigio científico<br />

heredado le había ofrecido horizontes más amplios, pero él parecía haber optado<br />

deliberadamente por una perspectiva más humilde, ejemplarizada por el tipo de esposa que

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