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Suave Es La Noche

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81<br />

No. Yo.<br />

-Lo dirás por ti. A mí me gusta la gente, mucha gente. Me gusta...<br />

En ese momento aparecieron Rosemary y Mary North, que caminaban despacio buscando a<br />

Abe, y Nicole se puso a llamarlas con un entusiasmo excesivo -« ¡Eh, eh, eh!»-, riendo y<br />

agitando el paquete de pañuelos que le había comprado a Abe.<br />

Formaron un grupito nada airoso, desequilibrado por la gigantesca figura de Abe, que se<br />

proyectaba oblicuamente sobre las tres mujeres como un galeón naufragado y hacía olvidar,<br />

con su sola presencia, su falta de decisión y sus excesos, su estrechez de miras y su<br />

profundo resentimiento. <strong>La</strong>s tres eran conscientes de la dignidad solemne que emanaba de<br />

su persona, y de sus logros, fragmentarios, sugerentes y ya superados. Pero les aterraba la<br />

voluntad que aún sobrevivía en él, las antiguas ganas de vivir que se habían convertido en<br />

un deseo de morir.<br />

Llegó Dick Diver y trajo con su persona una superficie radiante sobre la que las tres<br />

mujeres saltaron como monos entre grititos de alivio, encaramándose en sus hombros, en la<br />

hermosa copa de su sombrero o en la empuñadura dorada de su bastón. Por un momento<br />

podían apartar su atención del espectáculo grandiosamente obsceno que era Abe. Dick se<br />

dio cuenta enseguida de cuál era la situación y la asumió con calma. <strong>La</strong>s hizo salir de sí<br />

mismas haciéndoles ver las maravillas de la estación. Cerca de ellos, unos americanos se<br />

decían adiós con voces que parecían remedar el sonido del agua cayendo en una gran<br />

bañera vieja. Al estar en la estación, con París a sus espaldas, parecía como si<br />

indirectamente se estuvieran acercando un poco al mar, como si ya empezaran a notar los<br />

cambios que obraba sobre ellos la proximidad del mar y se estuviera produciendo una<br />

mutación de átomos por la que se formaría la molécula esencial de una nueva raza.<br />

Así que la estación se fue llenando de americanos de buena posición que se dirigían a los<br />

andenes y todas las caras parecían nuevas, de personas francas, inteligentes, amables, irreflexivas,<br />

acostumbradas a que pensaran por ellas. De vez en cuando asomaba entre ellos el<br />

rostro de algún inglés que ofrecía un contraste repentino. Cuando ya había bastantes americanos<br />

en el andén, la primera impresión producida por su aire inmaculado y su dinero<br />

comenzó a desvanecerse para dejar paso a una vaga impresión de crepúsculo racial que<br />

estorbaba y cegaba tanto a ellos como a los que les observaban.<br />

Nicole agarró a Dick del brazo y gritó: «¡Mira!». Dick se volvió a tiempo para presenciar lo<br />

que ocurrió en el espacio de medio minuto. Ante una de las puertas del coche-cama, dos<br />

vagones más allá, una de las muchas despedidas que estaban teniendo lugar destacó<br />

vívidamente entre todas. <strong>La</strong> joven del pelo en forma de casco a la que había ido a saludar<br />

Nicole se separó de pronto del hombre con el que estaba hablando, haciendo un extraño<br />

gesto como si lo esquivara, y hundió la mano frenéticamente en el bolso. Al instante, el<br />

sonido de dos disparos de revólver partía el aire enrarecido del andén. Al mismo tiempo, la

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