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anterior. Cuando vio a Dick frente a frente, sus ojos se cruzaron y parpadearon como<br />
aleteos de pájaros. Después de aquello todo fue bien, todo fue maravilloso: Rosemary sabía<br />
que estaba empezando a enamorarse de ella. Se sentía locamente feliz, notaba la savia<br />
caliente de la emoción corriendo por todo su cuerpo. Sentía una seguridad que le hacía ver<br />
todo con claridad, con serenidad, como si cantara dentro de ella. Apenas miraba a Dick,<br />
pero sabía que todo iba bien.<br />
Después de la comida, los Diver, los North y Rosemary se fueron a Franco-American<br />
Films, donde se reunió con ellos Collis Clay, el joven acompañante de Rosemary en New<br />
Haven, al que ella había telefoneado. Era de Georgia, y tenía las ideas uniformes,<br />
estereotipadas incluso, de los sureños educados en el norte. El invierno anterior le había<br />
parecido atractivo a Rosemary; una vez se habían cogido de la mano yendo en un coche de<br />
New Haven a Nueva York, pero ahora, había dejado ya de existir para ella.<br />
Rosemary se sentó en la sala de proyección entre Collis Clay y Dick mientras el operador<br />
montaba los rollos de <strong>La</strong> niña de papá y un ejecutivo francés revoloteaba en torno a ella<br />
creyéndose que hablaba en argot americano. «Sí, chico -decía cuando había algún problema<br />
con el proyector-, no tengo bananas». Al fin se apagaron las luces, se oyó un ligero<br />
chasquido y luego empezó un sonido zumbante: estaba a solas con Dick. Se miraron en la<br />
penumbra de la sala.<br />
-Querida Rosemary -murmuró él.<br />
Se rozaron los hombros. Nicole se movió nerviosa en su asiento a un extremo de la fila y<br />
Abe tosió convulsivamente y se sonó. Luego, todos se pusieron cómodos y la película empezó.<br />
Allí estaba ella: la colegiala de un año atrás, con la melena ondulada cayéndole sobre la<br />
espalda como la sólida cabellera de una tanagra; allí estaba, tan joven e inocente, el<br />
producto de los desvelos amorosos de su madre; allí estaba, dando cuerpo a toda la<br />
inmadurez de la raza humana, que recortaba una nueva muñequita de cartón para<br />
examinarla con su mente vacía de prostituta. Rosemary recordaba cómo se había sentido<br />
con aquel vestido, especialmente fresca y como nueva bajo la seda fresca y nueva.<br />
<strong>La</strong> niña de papá. Qué valerosa era la nena y cómo sufría. Qué ricura de nena. <strong>Es</strong> que no se<br />
podía ser más rica. Ante su minúsculo puñito retrocedían las fuerzas de la lujuria y la<br />
corrupción. Más aún: el propio destino detenía su marcha; lo inevitable se hacía evitable; el<br />
silogismo, la dialéctica, la lógica toda desaparecían. <strong>La</strong>s mujeres olvidarían los platos<br />
sucios que habían dejado en casa y llorarían. Hasta en la película había una mujer que se<br />
pasaba tanto tiempo llorando que estaba a punto de eclipsar a Rosemary. Derramaba lágrimas<br />
sobre unos decorados que habían costado una fortuna, en un comedor de Duncan<br />
Phyfe, en un aeropuerto, durante una regata de yates que sólo se había utilizado en dos<br />
planos cortos, en un vagón de metro y, por último, en un cuarto de baño. Pero Rosemary